Por Armando Carías
Milito en una causa que arranca en la Cantv de la Libertador, pasa por la Méjico, dobla en Bellas Artes y llega hasta la Bolívar, profeso la ideología de la pancarta y la consigna bajo el sol del mediodía, formo parte de los irreverentes peatones que invadimos elevados y túneles impregnados de monóxido y de herrumbre, participo activamente en el comando de comedores de mandarinas que nos lanzan desde el camión, estoy inscrito en el partido de quienes comparten “logísticas” que resuelven y sudores que hermanan, estoy perdidamente enamorado de esa morena que grita “¡Uh Ah, Chávez no se va!” al ritmo de un tambor que suena a gloria.
Marchar es una ideología como cualquier otra: tiene postulados, principios, valores y, ¡por supuesto!, seguidores que se aferran a ella como ideal de vida y quimera de sus anhelos de redención social.
Yo, por ejemplo, me confieso “Marchista Leninista” y pregono a los cuatro vientos mi fidelidad al objetivo supremo de su filosofía, que no es otro que llegar hasta el lugar establecido como destino final de su recorrido, en donde solemos coincidir con nuestros hermanos de lucha, otros marchistas animados por el mismo sueño de caminantes comprometidos con el asfalto caliente y con el tongonéo de esa camarada de caderas revolucionarias.
Años de irreductible “Marchismo Leninismo” me han llevado a diferenciar rápidamente a quienes marchan por convicción de auténticos “Marchistas Leninistas”, de quienes simplemente marchan para que los vea el jefe o para salir saludando a la cámara en las fugaces tomas de VTV.
Suelo verlos en la distancia como, una vez marcada la tarjeta, enrrollan la pancarta, se quitan la franela y cualquier cosa que les identifique y hacen discreto mutis por los lados la avenida Universidad, en busca tal vez de la espumante compañía que les certifique su inquebrantable cruzada por el legado de la cebada fermentada.
También están los que no marchan un carajo, los que mientras nos jodemos los que si nos damos con furia cuadras y cuadras, esperan sabrosones instalados en ese inmenso bar que comienza por los lados del Alba y se prolonga, con sus debidas paradas, hasta las torres, dejando a su paso un cementerio de botellas que si sumaran votos, hace tiempo hubiéramos llegado a los anhelados diez millones.
No por ello renunciaré a la emoción que despierta en mí la adrenalina de una buena marcha, y al fervor que despierta el saberme parte de esa masa que me diluye en cantos y que me multiplica en amores que se ofrecen desde los edificios al paso de ese río del que yo formo parte.
Por eso, lo digo y lo repito, soy “Marchista Leninista”.