La imagen está ahí, 25 años después, como si se desplegara ahora mismo ante sus ojos. La camioneta de su casa apostada frente a los Monolitos, en Los Próceres, esperándolo a la salida de Fuerte Tiuna, y adentro Marleny Contreras, su esposa, con el pequeño hijo, solos, porque el responsable de acompañarlos, de protegerlos esa noche, no llegó a cumplir esa parte del plan. La conversación es breve y para despedirse, ella tan solo le dice: «Haz lo que tengas que hacer».
Es la noche del 3 de febrero de 1992, los acontecimientos apenas comienzan pero hay ya ignición en la mecha. La insurrección es un hecho. Con esa imagen en sus ojos, el teniente Diosdado Cabello se monta en su carro (Imagínate: ¡un súper Montecarlo!, chistea el hoy vicepresidente del Partido Socialista Unido de Venezuela) y parte. A lo que tiene que hacer.
Toma rumbo al Colegio La Salle para verificar, en las inmediaciones, las antenas de telecomunicación, sin saber aún que jamás servirían. Después, como a las 11:00 de la noche, decide pasar por el Palacio de Miraflores y llega “cuando está entrando Pérez con dos motorizados”. Sí, Carlos Andrés, el Presidente. “Yo llamo a Antonio Rojas Suárez y ahí se activa la cosa en Fuerte Tiuna, sin vuelta atrás”.
Un grupo va al Batallón Ayala con la orden de robarse unos tanques. La primera parte de la misión es fácil, fusil mediante: encañonados, los oficiales del Ayala entregan lo que se les pide. Lo difícil viene después: ninguno de los participantes en el asalto sabe de blindados, ninguno tiene idea “ni de cómo manejarlos, ni de cómo dispararlos, ni nada”.
“Eran los locos, que salían con unos tanques, más cargados de ganas que de otras cosas”, cuenta.
Entretanto, Cabello emprende el regreso hacia Fuerte Tiuna. Al encarar la autopista Valle- Coche, ve venir, por el canal contrario, la fila de acorazados verdes. “No me preguntes cómo: salté la isla y me puse detrás del último”. Uno de los alzados lo reconoce. “¡Es Diosdado!”, grita, y eso posiblemente lo salva de ser recibido a tiros por su propia gente.
Decide adelantar a los tanques y, ubicado en la vanguardia, se aposta en los cruces para parar el tráfico y garantizarle el paso a los blindados. Son cuatro y los conducen Ronald Blanco La Cruz, Antonio Rojas Suárez, Carlos Aguilera e Iván Freitez.
“Pasamos por Plaza Venezuela. Te juro que es una de las cosas más emocionantes que he vivido. Pasar por ahí y sentir la alegría de la gente cuando nos vio, porque íbamos a hacer lo que ellos querían que se hiciese hace tiempo: ‘¡Saquen a esos coño e’ madres!’, nos decían los que estaban comiendo perros calientes a esa hora”.
Desde Plaza Venezuela, los gigantes acorazados toman la subida de Maripérez, doblan a la izquierda en la esquina de la Hermandad Gallega, avanzan por la avenida Andrés Bello, recorren la Urdaneta hasta Miraflores. Y allí los reciben a plomo limpio. “Ya estaban alertados de que nosotros íbamos en una operación, pero igualito nos esperaba la gente en la calle, la gente celebrando. ‘Ahí van los locos’, se dirían”.
El falso muerto
Esos cuatro blindados son los únicas tropas que llegan al Palacio Presidencial por la Urdaneta, el resto del asalto se emprende desde Pagüita. Las ráfagas de tiros son inmediatas, y los heridos también. Las esquirlas de una bala que pega en la escotilla recién abierta impactan en la cara de Ronald Blanco La Cruz, que cae con el rostro atravesado por hilos de sangre. Lo dan por muerto.
En el Batallón Pepe Alemán, en Quinta Crespo, un grupo de setenta hombres con sus fusiles –al mando de un tal capitán Pimentel- debía esperar la orden de activarse para ir a Palacio. Cabello va por ellos, siempre en su carro, vestido de civil pero con el brazalete tricolor. Van con él tres compañeros. La cadencia de las balas es el estridente soundtrack de la operación.
En el Batallón, donde además funciona la intendencia del Ejército, todo es oscuridad y silencio. Ni Pimentel, ni hombres. Cabello da una segunda vuelta y un instante después el flamante súper Montecarlo es un colador. Pimentel había delatado. “¡Lo que nos echaron fue plomo parejo!”. Su reflejo es sacar la pistola: ¡Pa, pa, pa! Y en cuestión de segundos, el chasquido sordo del percutor ya sin balas. En cambio, los disparos de FAL siguen agujereando la carrocería del vehículo. Al teniente no se le ocurre más salida que hacerse el muerto.
Cabello recuerda que estaba tirado en el carro cuando abrieron la puerta del Montecarlo para sacar su “cadáver”.
-¡Está muerto! -dijo uno.
-Coño, ¿y quién es?
-Es Diosdado.
Diosdado, así, a secas, porque a él rara vez lo llamaban por su apellido. O al menos eso es lo que recuerda. Tras sacarlo del carro, lo tiran en la acera para buscar dónde tenía el tiro. Sin una sola herida de bala que exhibir, el cadáver recibe un culatazo de FAL entre las costillas. El cadáver, ahora con costilla fracturada, no consigue reprimir un grito de dolor.
A partir de ese momento, el capitán y sus tres acompañantes se convierten en la piña de boxeo de la oficialidad que los rodea. “Nos golpearon, nos insultaron, se burlaron. Y yo, rebelde y alzado, solo les decía vainas como: ‘No joda, ¡ya van a ver cuando caigan! ¡Ya vamos a ganar!”.
Pero la esperanza dura hasta que dejan de escuchar, a lo lejos, el concierto de tiros. Entonces un oficial lanza sentencia lapidaria: “Ajá, se rindieron. ¿Y ahora, quién los va a ayudar?”.
Y van a dar al Cuartel San Carlos. Allí, a la mañana siguiente, se enterarían del “por ahora” del Comandante Hugo Chávez.
Nazareth Balbás /Redacción Web.