Acerca de la palabra, el filósofo y maestro de la hermenéutica (“universalización del fenómeno interpretativo desde la concreta y personal historicidad”) Hans-Georg Gadamer, nos recuerda imperiosamente que “Lo que importa no sólo es escuchar cosas unos de otros, sino escucharnos unos a otros. Únicamente eso es «comprender»”. Siguiendo esta línea de reflexión nos alerta también que “Quién habla un «lenguaje» que no entiende más nadie que él, no habla. Hablar significa hablar a alguien. El lenguaje no es algo relacionado con sujetos aislados. El lenguaje es un nosotros en el que nos relacionamos mutuamente… Esto sucede en el intercambio vivo del diálogo”.
Gadamer nos permite valorar el poder implícito en la palabra, por cuanto el que habla, el que se comunica, transmite sus ideas-fuerza cargadas de argumentos, posiciones y suposiciones desde su verdad, desde el lugar que busca imponerse como elemento transformador de una realidad dada, pero que muchas veces solo tiene sentido o valor para el portador del mensaje. La palabra entonces puede ser usada para crear y para transformar. Pero también puede ser utilizada para destruir, porque incluso en el silencio, cuando se callan o se omiten partes del elemento discursivo, de la realidad o del metarrelato histórico, se pueden encubrir terribles verdades, injusticias o tragedias. Pecar por omisión, nos recuerdan permanentemente los proverbios de la iglesia.
Analizando el verbo de los sujetos a los cuales les corresponde, por su elevada investidura, mantener en alto valor y uso el poder de la palabra y del diálogo como herramienta imprescindible para lograr el respeto y la compresión del otro, me tropecé con la línea del tiempo de las Redes Sociales de un activísimo actor político llamado Luis Almagro. Actor político, sin caretas ni disimulos, ya que este funcionario excedió hace mucho tiempo los límites de sus responsabilidades y atribuciones. Resaltando, cual diva, por sus pletóricas defensas de los intereses de la oligarquía continental, olvidándose de los pueblos, de los más humildes. En uno de sus roles o actuaciones (a modo kafkiano) de juez y verdugo, transmite permanentemente una enfermiza fijación y un odio visceral hacía Venezuela y su gobierno. Posición parcializada que habla muy mal de sus funciones como Secretario General de la OEA, donde debería ser parte conciliadora entre las muy disímiles y contrapuestas posiciones.
En el mundo de la diplomacia, lo que más abunda es el respeto y la tolerancia hacia el otro. Pero Almagro hace rato que perdió la ecuanimidad y el decoro. Sin lugar a dudas que, con su verbo agresivo, podría ser perfectamente militante activo, cuadro, dirigente nacional o miembro de las brigadas de choque de los partidos neofascistas venezolanos Voluntad Popular o Primero Justicia. De seguro que cualquiera de estos dos partidos le brindaría calurosa bienvenida, para incorporarlo de manera inmediata en tareas de agitación golpista, en guarimbas o en ataques terroristas, muy al estilo del Frente Nacionalista Patria y Libertad aliado de Pinochet o los Escuadrones de la Muerte de la dictadura uruguaya, también conocidos como la Defensa Armada Nacionalista (DAN) o la Juventud Uruguaya de Pie (JUP), todos criminales y asesinos provenientes de la extrema derecha.
En todo caso, su macabra obsesión por Venezuela le ha hecho perder la brújula (el Sur, en nuestro caso), y ha dejado pasar con su silencio cómplice terribles casos de violaciones a los Derechos Humanos como las ocurridas con los frecuentes asesinatos a los líderes campesinos en Colombia o los ataques indiscriminados y letales contra la población Afrodescendiente al interior de Estados Unidos. Miles de latinoamericanos son asesinados, desplazados o sufren algún tipo de injusticia sin que el secretario Almagro haya levantado la voz. No, el silencio es lo que brota de sus labios.
El caso de México es el más emblemático. Para nada Almagro menciona a este país en sus angustiosos tuits, ni está en su agenda o mapa de acción para una intervención militar urgente. Claro, este país está controlado por la extrema derecha, por una oligarquía (“los barones del dinero”) integrada ideológicamente con sus pares de la Alianza del Pacífico y dócilmente incorporada a los negocios y coimas que le generan el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Allí gravitan en la defensa de sus exclusivos intereses comerciales y financieros.
Pero en la base del pueblo ocurre otra cosa. Una tragedia. México aparece de primerita en todos los informes de violaciones flagrantes a los Derechos Humanos. Pero Almagro no tiene tiempo en su agenda para hablar de otro país que no sea Venezuela. Debe guardar silencio, bajar la cabeza (como el perrito Kuczynski) y lamer las botas de sus amos.
Pero los informes sobre México están allí (Situación de los Derechos Humanos en México, CIDH, 2015), y relatan un horror y barbarie que Almagro no se atreve a mencionar. La CIDH año tras año registra la recurrencia de los mismos desmanes con “énfasis en desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales y tortura, así como la situación de inseguridad ciudadana, el acceso a la justicia e impunidad, y la situación de periodistas, defensores y defensoras de derechos humanos y otros grupos especialmente afectados por el contexto de violencia en el país”. Para más señas, entre 2006 y 2012 fueron asesinadas 102.696 personas. El parte del año 2016 arroja 39.809 homicidios. En el caso de las desapariciones forzadas se han registrado 26.798 personas “no localizadas”, en medio de un macabro brote de apariciones de fosas comunes.
El terrible crimen de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa reveló al mundo la cotidianidad de la tragedia del pueblo mexicano que vive en total desconfianza hacia las autoridades, por cuanto la mayoría de los crímenes son cometidos por “actores estatales” y “crimen organizado” los cuales actúan coordinadamente (como una dupla) con total impunidad sobre vastos territorios, dirigiendo el tráfico de personas (migración transnacional), el narcotráfico y el tráfico de armas. En otro informe de Amnistía Internacional se resume la tragedia permanente con la desaparición forzada de personas, ejecuciones extrajudiciales, violaciones de derechos de mujeres y niñas, homicidios de periodistas, etc.
Las “falencias” institucionales que señala la CIDH pueden ser aplicadas al secretario Almagro, por cuanto guarda terrible silencio ante la barbarie que se ejecuta con total impunidad en países como México. Sin embargo, ejerce activamente su papel de inquisidor y verdugo, al estilo de los Escuadrones de la Muerte uruguayos, acosando y agrediendo injustamente a Venezuela.
@richardcanan