Energía y Poder _
Por Jonny Hidalgo
Antes, la gente sabía cómo producir en su propio entorno las cosas que necesitaba. Producían sus alimentos; con cenizas y grasa obtenían jabón; fabricaban utensilios del hogar, entre muchas otras cosas. Tendían a consumir lo que necesitaban, pues su consumo era proporcional a su trabajo. La relación con la naturaleza determinaba la cultura predominante y de allí se lograba un conocimiento que se transmitía de generación en generación de forma escrita u oral. Así se definían los vínculos entre las personas. Compartían. Eran solidarios. Nadie se sentía solo y por tanto nadie se sentía inseguro. Aún hoy es posible encontrar gente así, aunque no con la misma fuerza, en lo que las estadísticas llaman “población rural”.
Tal como han explicado Dussel, Grosfoguel y otros pensadores latinoamericanos, mediante una serie de genocidios ejecutados en los cinco continentes, los países de Occidente eliminaron el conocimiento acumulado por distintas culturas, durante milenios, imponiéndole al mundo un nuevo conjunto de valores que se caracterizan por el egoísmo, el racismo y el sexismo. “Estos cuatro genocidios fueron al mismo tiempo formas de epistemicidio que son parte constitutiva del privilegio epistémico de los hombres occidentales”, afirma Grosfoguel. De esta manera, impusieron su lógica para generar conocimiento transformando la forma de concebir al mundo, primero por la vía de la evangelización y luego por el cientificismo cartesiano. Así, degeneró abruptamente la forma en cómo el hombre se relaciona con la naturaleza y con los demás.
Bajo este nuevo paradigma, en la medida en que se fueron desarrollando las fuerzas productivas capitalistas, nos fuimos acostumbrando a no producir lo que consumimos. Todo lo buscamos en el “mercado” y si allí no hay, pues no hay. No sabemos cómo producir y tampoco de dónde nos llegan las cosas: la electricidad, el agua, el gas, la comida, la ropa, las medicinas. Si algo de esto nos falta, solo ponemos la queja… y ya. Nos volvimos individualistas, inseguros y nos cuesta reconocer al otro. No solo nos convencieron de que estamos más cómodos así, sino de que la gente de antes era mucho más atrasada que nosotros; y nosotros más atrasados de lo que seríamos en el futuro: Organismos Genéticamente Modificados, como “X-Men” pues. Todo esto es propio de lo que las estadísticas denominan “población urbana”.
El poder de la Tierra
En el mercado, las cosas se consumen muy lejos de donde se producen. Algo “Made in China” se consume en cualquier parte del mundo y esto es gracias al sistema de transporte. Es por ello que el petróleo es la fuente energética hegemónica, pues es la más eficiente para el transporte de mercancías. Después de la revolución del transporte multimodal, ocurrida en los años 1950, se llega a cualquier parte del mundo mucho más rápido. En cada viaje se trata de transportar la mayor cantidad de mercancías o de desechos. Asimismo, la energía es transportada en grandes bloques. Energía concentrada que luego aglutina a la población en ciudades. En cambio, la gente de antes se dispersaba en el territorio, tenía una relación mágica con la Tierra y el resto de los seres vivos. Se sentían más libres. Tenían facilidad para adaptarse a nuevos entornos utilizando los recursos disponibles localmente.
El hombre moderno considera a la Tierra como una cosa inerte, no viva. La Tierra deja de ser nuestra madre para convertirse en un depósito de reservas de recursos naturales que podemos depredar. Ignoramos sus heridas. El Occidentalismo llega al extremo de plantear que la Tierra es una cosa reemplazable y pronto nos dirán que podemos mudarnos a Marte o a algún otro planeta recién “descubierto”. El hombre se ve ajeno a la naturaleza y rompe sus vínculos con ella. Así, se hace inseguro, los eventos naturales ahora son una amenaza y los recursos disponibles localmente son inútiles para vivir porque no vienen del mercado.
El poder del hombre
El hombre moderno no solo se ve ajeno a la naturaleza sino también a las otras personas. Todo es una amenaza, incluida la gente. Se rompen los vínculos entre los hombres y el conocimiento que los mantiene. Así, se quemaron mujeres vivas, llamándolas brujas, y se aniquilaron civilizaciones enteras en América y África, para erradicar un conocimiento que vinculaba a los hombres entre sí y con la naturaleza. Una vez roto el vínculo, lo que media entre los hombres es el mercado.
En el mercado, no se reconoce el trabajo del otro. El hombre se vuelve poco solidario, hasta sentirse solo. Así, la sociedad se vuelve soledad y se hace débil, presa de cualquier interés colonizador. El hombre así cosificado es un ser sin poder. En contraste, las culturas ancestrales tenían tradiciones con las que se iniciaban a las personas preparándolas para la vida, haciéndolas conscientes de su propio poder y de cómo utilizarlo para experimentar la libertad plena, la gran quimera de la humanidad.
El hombre moderno concibe al poder solo para dominar, no para sobrevivir y mucho menos para ser feliz. Es un “tigre de papel”. Rompe los vínculos para que el otro no tenga poder. Si la humanidad desea revertir un destino de autodestrucción, sanar las heridas de la Tierra y del hombre generadas por una larga historia de genocidios, entonces deberá recuperar el conocimiento perdido y reconstruir sus vínculos.
El vínculo es lo que concebimos como el amor y sin él, el miedo y el odio reinan. Muere la paz y nace la guerra. Yace la libertad e irrumpe la esclavitud. Podrá parecer cursilería, pero recuérdese el ahorcamiento del presidente de un país transmitido al mundo en directo por televisión; la destrucción de olivos en Palestina; las personas quemadas vivas, en Venezuela, por los “guarimberos” en el año 2017. Sirva de ejemplo, para ilustrar la importancia del amor, a un militar que debiendo defender a sus conciudadanos, asume la gerencia de una institución y maltrata al personal; lo maltrata porque no lo ama y si no ama a la gente ¿cómo defendería a la patria en tiempos de guerra?