Un día histórico, el vivido en Chile durante el plebiscito del 25 de octubre. Había dos preguntas en la papeleta. La primera pidió a los ciudadanos y ciudadanas que aprobaran o rechazaran cambiar la constitución. De ser así, habría que elegir el organismo responsable de redactar la nueva Carta Magna.
El cambio lo haría una Asamblea Constituyente integrada por 155 ciudadanos, elegidos en las próximas elecciones administrativas del 11 de abril de 2021 en base a criterios de igualdad de género y a la participación de delegados de pueblos indígenas o, como segunda opción, una convención mixta, es decir el 50% de parlamentarios designados por el Congreso y otro 50% por ciudadanos elegidos por voto popular, como en la primera posibilidad.
En el momento de redactar este articulo y con casi la totalidad de las papeletas escrutadas, el 78,27% de los casi 15 millones que acudieron a las urnas dijeron sí al cambio de constitución (frente al 21,73% contrario), y eligieron la primera opción (79,4%), frente al 20,96% que prefirió la segunda. Resultados similares también en el extranjero, donde votaron casi 60.000, de un millón de residentes fuera del país.
Un resultado que indica la fuerte intención popular de deshacerse de la actual constitución, redactada durante los años de la dictadura militar (que ensangrentó al país de 1973 a 1999), e impuesta en 1980. Las proporciones del voto también ofrecen una fuerte oportunidad para limitar el fraude oculto, que hasta ahora ha desactivado los intentos de cambio en el país, y que ha llevado una parte de los movimientos, protagonistas de las protestas de este último año, a la abstención.
Para esta parte de los movimientos radicales, de hecho, los potentados económicos lograrán imponer de nuevo sus propios candidatos y maniobras, anulando la posibilidad de que la nueva constitución la redacte una asamblea popular.
De hecho, desde el golpe contra Allende, cuando el imperialismo estadounidense decidió «hacer chillar» a la economía chilena dándole mano libre al neoliberalismo desenfrenado de los «Chicago boys»; los intereses de las grandes multinacionales determinan las opciones políticas y escogen sus actores locales.
A pesar del consenso de que goza la derecha en la «demotadura» chilena, el nivel de abstención en las urnas siempre ha sido alto. En las últimas elecciones presidenciales sólo el 44% de la población acudió a votar. El multimillonario Sebastián Piñera (uno de los hombres más ricos de Chile y del mundo, según la revista Forbes) ganó con el 54,5% de ese porcentaje (23,7% de los votantes), pero los medios hegemónicos siguieron presentando esa victoria como la «más alta alcanzada en Chile en los últimos 8 años».
El fracaso de su modelo y la profunda crisis que enfrenta la democracia oligárquica en Chile explotó aún más con la explosión de la Covid-19. Según la Organización Mundial de la Salud, Chile tiene las tasas de contagio más altas del mundo (más de 500.000 infectados) y ocupa el sexto lugar en América Latina en número de muertos, 18.000 desde el inicio de la pandemia.
Esto no ha impedido que la población empobrecida desde hace un año salga a las calles en repetidas ocasiones para gritar «no al Piñeravirus», y desafiar la represión de los carabineros. El saldo es de 36 muertos y cientos de heridos, incluidos 460 con daño ocular, hasta ceguera total. El informe presentado a la ONU registra 2.520 violaciones de derechos humanos cometidas por policías y militares.
Sin embargo, un aparato bien establecido y apoyado internacionalmente ha logrado desviar la atención de las violaciones a los derechos humanos, hacia la retórica utilizada por las clases dominantes para absolverse señalando un enemigo específico: en este caso la Venezuela bolivariana, acusada por «expertos de una comisión paralela constituida por partidarios de los golpistas venezolanos, animada por ministros de la dictadura pinochetista y un gran defensor de Piñera, el abogado penalista Francisco Cox.
También con motivo de este plebiscito se citó a la revolución bolivariana como ejemplo a evitar. En algunos informes noticiosos en países que dentro y fuera de América Latina han cambiado sus constituciones, la Carta Magna Bolivariana —que centrada en un amplio espectro de derechos, favorece a ambos géneros y otorga al poder popular la facultad de ser no solo participante sino también protagonista en todos los procesos de toma de decisiones— fue considerada “un ejemplo cuestionable en el contexto de las democracias modernas, desde el punto de vista legal.
El gran temor de la burguesía y sus perros guardianes, que actúan en los aparatos ideológicos de control, en realidad es miedo a la voluntad soberana del pueblo, representada por la Asamblea Nacional Constituyente (ANC), y no por los juegos políticos del aparato, una ANC que también puede irrumpir en Chile como sucedió en Venezuela tras la victoria de Hugo Chávez en 1998, y que después inspiró nuevas constituciones: en Ecuador la de la Revolución Ciudadana y en Bolivia la de la Revolución Andina.
Las experiencias en Venezuela, Ecuador y Bolivia han sido «catastróficas», pontifican los «expertos» del gran capital internacional. En esos casos – argumentan – hubo una ruptura institucional total, y la ANC fue «utilizada para favorecer a los gobiernos del momento».
En Chile, las clases dominantes cuentan en cambio con aprovechar la fragmentación existente en la oposición popular, que aún no ha expresado una representación política capaz de dar plena voz al bloque histórico anticapitalista y antiimperialista en sus diversas formas, como sucedió en las tres experiencias latinoamericanas, consideradas ejemplos a evitar por los medios hegemónicos.
Un modelo, en particular, el del socialismo bolivariano, resiste desde hace veintiún años gracias a la conciencia y organización de los sectores populares, que han encontrado voz y representación en el Partido Socialista Unido de Venezuela, el más grande de América Latina. Y fue la ANC, como máximo órgano plenipotenciario, la que devolvió la paz al país tras la violencia de la derecha golpista en 2017.
Chile, ahora tendrá que encontrar su camino dándole voz a un conflicto que, desde hace al menos diez años, viene diciéndole No al legado pinochetista, y también a los pactos entre élites que siguieron. En los largos maratones electorales organizados sobre todo por medios alternativos (por ejemplo El Ciudadano, Conaicop, Brics-Psuv y Resumen Latinoamericano), muchos análisis han resumido las innumerables trampas que han bloqueado el sistema político chileno para evitar que el pueblo decida por el voto, desde el referéndum de 1988.
Ante la crisis abierta de una dictadura que ya no les garantizaba a las multinacionales y al imperialismo estadounidense la explotación segura de los recursos del país (principalmente el cobre), se decidió una transición «pactada» para garantizar la continuidad con una democracia ficticia. El Sí a Pinochet obtuvo entonces el 43%, el No 54%.
La continuidad con ese sistema blindado ha impedido que se cambien las reglas del juego tanto en términos políticos como en materia de defensa de los derechos básicos, en un país que ha privatizado no solo las empresas públicas, la vivienda y la educación, sino también el agua y el mar. La constitución actual, aun después de algunas reformas superficiales que no han cambiado su naturaleza, le permite, por ejemplo, al Tribunal Constitucional (TC) impugnar cualquier ley, incluso si es aprobada por abrumadora mayoría.
Por tanto, será tarea de la lucha de clases imponer desde abajo otro camino.