Tal como lo afirmamos oportunamente al hacer análisis del resultado de la primera vuelta en la elección Presidencial de Colombia; por un lado era complicado creer que Gustavo Petro no crecería en su votación en la segunda vuelta, teniendo en cuenta que como político vilipendiado por cuatro años seguidos alcanzaba en aquel momento más de 8 millones de sufragios; crecimiento previsible con un aumento de votantes y alianzas concretas y puntuales para lograr el objetivo trazado: resultar electo Presidente de la República.
Por el otro, decíamos lo complicado para el candidato Rodolfo Hernández, de poder sumarse casi todos los votantes que no eligieron a Petro en la primera vuelta, dadas las características de un candidato sorpresa que si bien fue capaz de ganarle la mano a Federico Gutiérrez, quien era la opción casi salvadora del establecimiento político colombiano, tenía plomo en el ala por no ser necesariamente dueño de todos los votos que no corresponden a un trabajo político consistente, sino de una especie de fenómeno electoral puntual.
Ambas se mezclaron. Petro, fruto de un trabajo político de años y el desgaste de un establecimiento político cuyo último respiro lo representó el uribismo reinante durante 20 años seguidos, alcanzó una victoria suficientemente cómoda para resultar electo presidente, con más de 11 millones de sufragios, sin contar el posible robo de votos cosa que resulta natural en un modelo electoral que no tiene como garantizar técnicamente el principio elemental de un elector, un voto.
Sobre el particular resultó muy gracioso el espejismo de algunos analistas en valorar como altamente positivo el conteo rápido de la Registraduría Nacional que justo en marzo, durante las elecciones al Congreso de ese país, fue cuestionada por la pérdida de más de 1millón de votos, una locura para cualquier sistema político y que lleva a pensar que Petro bien pudo haber sacado muchos votos más de lo que definitivamente expresó el árbitro electoral, hasta un punto imposible de escamotear con maniobras de última hora.
Son cuestiones que no podemos lanzar al inconsciente solo por la foto de un día, más si observamos la velocidad con la que fue aceptada la victoria del candidato del Pacto Histórico por un establecimiento que de ningún modo se atrevió a cuestionar el conteo rápido, tal vez previendo que eran muchos más los votos que obtuvo Petro, de aquellos posicionados en las cifras.
En esta lógica, la victoria de Gustavo Petro es histórica por dos sencillas razones. La primera es la presencia ahora en el Palacio de Nariño de un político que no forma parte del tradicional establecimiento que ha venido gobernando a sus anchas durante más de 200 años, habiendo sido la única amenaza real a su poder Jorge Eliecer Gaitán; quien fue asesinado el 9 de abril de 1948 para evitar su llegada como caudillo liberal al poder en esa Nación, obviando su profunda raíz en el sentimiento nacional de entonces.
Lo segundo deviene de este particular. La raíz progresista y la confluencia de sectores de izquierda es parte de una estrategia política donde Petro irrumpe como opción para definitivamente consolidar la paz política que, a pesar de haberse firmado en 2016 con el concurso de muchos factores; entre ellos el Comandante Hugo Chávez quien se involucró vehementemente por la paz de ese suelo, fue sistemáticamente violada en sus acuerdos por el saliente Gobierno de Iván Duque, tratando de sostener una política de terrorismo de Estado, mezclado con el narco-paramilitarismo en alianza perversa, para mantener un estado de guerra muy acorde con los intereses estadounidenses.
Estas dos razones, pudiendo haber más en el análisis, expresan a su vez el doble desafío que tiene Gustavo Petro en el ejercicio del Poder Político; teniendo en cuenta las dificultades crecientes a nivel regional y mundial.
El primer aspecto es básicamente nacional–regional: retomar como base de las transformaciones iniciales el cumplimiento y avance de los Acuerdos de Paz de Cartagena y La Habana para por fin dar sepultura a más de 70 años de guerra civil; con las consecuencias que tiene no solo para ese país, sino para sus fronteras aledañas.
Sin embargo, lograr esto necesitará algo más que la voluntad nacional o del nuevo gobierno, necesitará una masa crítica regional acompañada justo por esa nueva ola de gobiernos progresistas y de izquierda que se viene consolidando en la región para hacerle un frente común a los EE. UU.; en la necesidad de cimentar este proceso de paz como clave para lograrlo en todo el continente.
Nada fácil, porque si algo tiene el conflicto colombiano es la justificación para que EEUU sostenga una política de sujeción de ese Estado, su territorio y su gobierno como base de su geopolítica de control de América Latina, cosa esbozada en la presencia ahora como aliado estratégico de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), de bases militares por doquier; así como en la implementación del Plan Colombia con claros objetivos políticos y ninguno en materia de lucha contra el narcotráfico o desarrollo económico y social del territorio.
Lo segundo es recomponer la relación con la República Bolivariana de Venezuela, dañada por la disposición de territorio colombiano como centro de la ejecución de todas las maniobras contra la patria venezolana, en la demencial imposición de cambio violento de régimen político con nueve años de agresiones.
Tal cosa es vital para sostener la paz binacional y en especial fortalecer un intercambio que dejó beneficios hasta por el orden de los 6 mil millones de dólares, que serían cuasivitales en el contexto de una eventual recesión económica mundial y por las consecuencias de pretender sacar del sistema económico a un coloso como la Federación de Rusia.
Por ello, no pasaron ni 48 horas cuando se dio la primera comunicación entre el nuevo Presidente de Colombia con el Presidente de la República Nicolás Maduro, tratando justamente temas de fronteras, de paz, de estabilidad; y en especial de desarrollo económico productivo.
Detalles claros de un escenario histórico y necesario, pero en nada exento de retos difíciles de saldar.