Elecciones en Brasil
Llega octubre, un mes clave, un mes esperado en la geopolítica global, con epicentro en América Latina. El 2 de ese mes, en Brasil, se llevan a cabo unas elecciones que concitan gran interés, y que pueden contribuir a que se acelere el proceso de mayor apertura global, a que la “bloqueización” de la que hemos hablado anteriormente abra camino al multilateralismo que todos deseamos.
Ese día se enfrentarán dos candidatos diametralmente opuestos, dos visiones de mundo que contrastan, pero, sobre todo, dos formas de hacer política, que tiene en vilo a 213 millones de brasileros.
De un lado tenemos a Jair Bolsonaro, quien tristemente se enorgullecía que lo llamaran el Trump tropical, un ex militar de 67 años, misógino, homofóbico, que apela al más exacerbado machismo, y un supuesto fundamentalismo evangélico, para intentar apoyarse en sectores conservadores y así lograr la reelección.
De otro lado, tenemos a Lula Da Silva, ex presidente, uno de los líderes que encabezó la ola izquierdista la primera década del siglo 21. Los logros económicos y sociales de sus periodos presidenciales son inobjetables. Sacó a millones de brasileros de la miseria; logró incluir en programas sociales, políticos, a la inmensa mayoría de sus coterráneos, democratizó la sociedad, impulso una política de integración regional fructífera.
Lula debió ganar la anterior campaña presidencial, pero la descarada manipulación judicial se lo impidió, fue privado de libertad por un juez, Sergio Moro, que posteriormente fue ministro de justicia.
Si coinciden ambos, quizá en lo único, en el rol de Brasil en el BRICS. El proceso que inició el dirigente izquierdista en el pujante bloque no fue interrumpido por el ex capitán derechista.
Inclusive, en el conflicto entre Rusia y Ucrania, Bolsonaro se abstuvo de condenar a Moscú, conforme ha querido Washington. Ha sido pragmático. Aunque Bolsonaro no es muy partidario de la plena integración Indoamericana. Tampoco pretende asumir una bandera que acelere o profundice la multipolaridad.
Lula, en cambio, si toma banderas contra las sanciones unilaterales, contra la prepotencia hegemónica, por un mundo multilateral, por fortalecer América Latina.
Pero hay una realidad, un contexto nunca antes visto en Brasil, estas elecciones son las más polarizadas en su historia. Bolsonaro se encargó de ello. Y no recientemente. Desde hace meses viene enturbiando el ambiente político, estigmatizando a los seguidores de Lula, echando sombras sobre el ente electoral, estimulando la violencia, justificando ataques a militantes del Partido de los Trabajadores.
Por cierto, fue uno de los que más se pronunció en favor de Juan Guaidó.
Pero volviendo a Brasil, Bolsonaro ha dicho que las elecciones son «una lucha del bien contra el mal». Ha tildado a Lula de ladrón, aunque se demostró que las acusaciones contra el ex mandatario fueron fraguadas para sacarlo de la carrera política.
Por cierto, el ex militar acusa a Lula de querer convertir a Brasil en otra Venezuela. Aludiendo a que en suelo Bolivariano se vive una crisis terminal, que tiene pasando hambre a miles de ciudadanos, con millones migrando desesperados porque no tienen qué comer.
Pero, un pequeño detalle, Venezuela viene creciendo económicamente a niveles sorpresivos, según diversos expertos internacionales, Venezuela logró estabilidad política con la incorporación de amplios sectores de la oposición a la vía constitucional.
Retornando a la violencia política en el país amazónico, ya han sido muchos los militantes del PT asesinados por motivos políticos.
La crispación hace pensar que la violencia política puede crecer en las horas previas a las elecciones, o lo que es peor, desaforarse luego de un muy probable triunfo de Lula.
La última encuesta de Datafolha al respecto, dice que tres de cuatro votantes temen ser agredidos por razones políticas. La violencia parece ser el argumento de quien siente la derrota, más aún si se reviste con un discurso que apela a fundamentalismos religiosos, no olvidemos que diversas agrupaciones evangélicas suman un soporte fundamental en la estructura política de Bolsonaro. Aunque, paradójicamente, miembros del gobierno derechista, también sus familiares, estén involucrados en sonados casos de corrupción, e incluso en escándalos sexuales.
Además, el saldo de gestión es malo para Bolsonaro, Brasil es uno de los países que peor gestionó la pandemia del Covid 19, está entre los países con mayores víctimas mortales, casi 700 mil. No olvidemos que el mandatario la catalogó de «gripecita».
Según informe de la red Penssan, el 15% de los brasileños, unos 33 millones, pasa hambre y otra cantidad similar sufre inseguridad alimentaria. A ellos, siempre según dicho documento, debe sumarse otro 28% que está en situación de inseguridad alimentaria leve, lo cual suma unos 125 millones de personas. Para la gran mayoría de brasileños, eso constituye un gran retroceso respecto al periodo 2003 – 2010, cuando Lula gobernó; y en que los programas sociales sacaron a millones de la pobreza, tuvieron una vida digna, y otros ascendieron a la clase media. Hoy, eso es un bonito recuerdo, un anhelo que pretenden materializar devolviendo al otrora obrero metalúrgico a la presidencia.
Eso lo sabe Bolsonaro, lo saben sus asesores. Por eso, reiteramos, como su «amigo» Donald Trump, no sólo pretende enlodar el sistema electoral, también critica la fiabilidad de las encuestas, claro, no presentó una sola prueba.
Luego, ante la presión, inclusive de algunos de sus asesores, dijo que aceptaría el resultado siempre que «las elecciones sean limpias».
Ante esta situación, a principios de septiembre, un millón de personalidades, principalmente artistas, deportistas, intelectuales, ex presidentes, firmaron un manifiesto en defensa de la democracia y el sistema electoral.
Otro dato para preocupar, en sus actos públicos son muchos sus seguidores con pancartas pidiendo la intervención militar, pidiendo un golpe de Estado. Ni hablar de las llamadas redes sociales, donde el estímulo a violentar el orden constitucional está a la orden del día. El asunto está llegando a ribetes alarmantes. Por ello, en agosto, la policía allanó las viviendas de algunos empresarios que andan esbozando la posibilidad de sumarse a un golpe.
La arremetida no va sólo por esa vía. Hace unos meses, sabiendo la realidad en cuanto a las preferencias, y los errores de gestión, el bolsonarismo decide apelar a la violencia. A través de los medios y redes, reiniciaron arremetidas propagandísticas contra las favelas, donde está gran parte de la base social del PT. Esa arremetida se transformó en sangrientos allanamientos, causando gran número de muertos. Esas masacres fueron aplaudidas por los sectores conservadores, pero muy cuestionadas por defensores de derechos humanos, quienes acusaron a las fuerzas policiales de actuar con inusitada brutalidad e irrespetando normas básicas establecidas internacionalmente.
En esos procedimientos para «erradicar la delincuencia» cayeron muchos luchadores sociales y activistas de izquierda. Se reencendió en el imaginario colectivo derechista la matriz que los seguidores de Lula, negros y pobres en su mayoría, eran delincuentes y merecían ser asesinados. La lucha electoral se recubrió de racismo y clasismo.
Sienten que deben protegerse de los marginales que se apoderarían del país con un nuevo triunfo de Lula, sienten que es un deber sagrado, un mandato divino, combatirlos.
Hay otro componente. Como en muchos rincones de América Latina, en Brasil, en los sectores populares, donde campea el PT, la religiosidad con gran componente de culturas ancestrales africanas, tiene gran aceptación. Las élites conservadoras, fascistas, las llaman brujería, ritos satánicos.
Allí hay otro «motivo» para una cruzada de nuevo milenio.
Ante ese contexto, ¿qué pasaría si Lula, como refieren varias encuestas, gana con amplitud? No es difícil imaginar.
Claro, si el margen es mínimo, ni hablar.
La violencia que intenta envolver Indoamérica llegaría a un punto álgido, con posibilidades de irradiarse a todo el hemisferio, a crear desestabilidad.
Quienes se asustan al ver que los pueblos prefieren gobiernos progresistas, antihegemónicos, se alegrarían.
El fascismo anda desatado, ojalá no se desborde en el país de la samba.