El Gobierno Federal de Brasil retomó el control de Planalto, el Congreso y el Tribunal Supremo; que fueron asaltados por bolsonaristas el domingo 8 de enero, a una semana de la toma de posesión del Presidente Lula da Silva; al estilo de Trump, o Mussolini, pretendieron acabar con la democracia brasilera. Un intento de golpe de Estado que tiene un protagonista: Jair Bolsonaro.
La derecha ultrarreaccionaria no reconoció la victoria de Lula en las elecciones presidenciales del 30 de octubre, tomó calles y carreteras, mantuvo focos de disturbios en la capital, ─“guarimbas” diríamos los venezolanos─. El exmandatario se fue a Estados Unidos para no colocarle la banda presidencial a Lula, y luego se lanzó por el barranco del asalto y el saqueo a las sedes de los tres poderes públicos en Brasilia; hecho sin precedentes en la historia de esa nación.
La Presidenta del PT, Gleisi Hoffmann, respondió de inmediato y convocó a todas las fuerzas democráticas a parar la intentona golpista, Lula tomó decisiones de emergencia y denunció a Bolsonaro. Las autoridades judiciales iniciaron las investigaciones, hay más de 250 detenidos, Lula asumió el control directo del Distrito Federal.
No hay que olvidar, nunca, que los bolsonaristas fracasaron en el gobierno, dejaron a la gente a la deriva en plena pandemia, liquidaron las políticas sociales, permitieron el destrozo de la Amazonía, pusieron a pasar hambre a millones de seres humanos, entregaron bienes públicos a los monopolios transnacionales, y perdieron las elecciones, a pesar de sus mentiras y de las patrañas contra Lula y el PT.
La democracia está en peligro, en Brasil, y en el continente. El fascismo es una amenaza real, y la respuesta a la derecha golpista tiene que ser más democracia, más unidad de las fuerzas populares del continente, y audaces decisiones en el campo de la integración económica. Superar la pobreza y defender la democracia son vertientes de un mismo proceso.