El manejo de la industria petrolera fue uno de los factores clave del golpe de Estado de abril de 2002 y hoy, 21 años más tarde, después de muchas vueltas de la vida, ocupa de nuevo un rol de protagonista en las circunstancias del país actual
Cada año, cuando llega abril, rememoramos el año 2002, tiempo de una conspiración macabra en la que participaron al mismo tiempo todos los enemigos (abiertos y ocultos) de la naciente Revolución Bolivariana y lograron, aunque por un lapso breve, derrocar al Gobierno del Comandante Hugo Chávez. Y recordamos, con gran orgullo, la respuesta digna del pueblo y de factores militares ante tal maquinación.
Pero, como nuestra realidad es tan demandante y dinámica, es recomendable que acompañemos esas remembranzas con reflexión y análisis acerca de las semejanzas de esos hechos con los actuales, los componentes comunes, los agentes que estuvieron presentes entonces, y siguen estándolo ahora.
Uno de esos factores comunes por excelencia es la industria petrolera como administradora y procesadora de la extraordinaria riqueza nacional en materia de hidrocarburos. Concretamente, pueden equipararse en esta revisión las personas que han dirigido este sector fundamental y las políticas, declaradas o encubiertas, que han desarrollado.
El manejo de la industria petrolera fue uno de los factores clave del golpe de Estado de abril de 2002 y hoy, 21 años más tarde, después de muchas vueltas de la vida, ocupa de nuevo un rol de protagonista en las circunstancias del país actual. Las disputas por el control del recurso y por la orientación de las políticas marcaron los acontecimientos de entonces y siguen siendo relevantes hoy.
Avances, retrocesos, esperanzas y traiciones han corrido en este período; en el que la codicia de factores extranjeros y nacionales ha sido el signo predominante.
2002: El zarpazo reaccionario
Cuando se analiza el golpe de Estado perpetrado el 11 de abril de 2002, se encuentra que todos los componentes nacionales y globales de la derecha y la ultraderecha se alinearon en contra de un gobierno que avanzaba hacia un modelo soberano e independiente de ejercicio de la conducción política.
Uno de los aspectos en los que esa soberanía e independencia resultaba inaceptable para los poderes globales y locales era, naturalmente, el del petróleo.
La Ley de Hidrocarburos fue una de las 49 aprobadas, vía habilitante, por el presidente Chávez, a finales de 2001. El carácter nacionalista de esa ley activó a las élites tecnocráticas de Petróleos de Venezuela (Pdvsa), ejecutivos de alto nivel que se habían formado en una empresa que si bien había sido nacionalizada en 1976 y era, por tanto propiedad estatal, había seguido desarrollándose a imagen y semejanza de las transnacionales que la precedieron.
Esto no habría sido necesariamente negativo en cuanto a su formato de gerencia, pero sí lo era en cuanto a la filosofía profundamente corporativa, neoliberal y antipopular que les motivaba. Se veían a sí mismos como un Estado dentro del Estado, como un enclave transnacional en un territorio primitivo (no una nación) que, por suerte, está lleno de petróleo.
Había un evidente enfoque doctrinario en los propósitos de estos ejecutivos. Eran fichas del poder imperial, partidarios de garantizarle a Estados Unidos el pleno dominio sobre nuestro recurso fundamental. Una prueba de ello fue que al considerarse ya en el gobierno, los autodenominados meritócratas no hablaron de planes de exploración, perforación o refinación, sino que, con gran carga de un odio banal, anunciaron que no se enviaría “ni una gota más de petróleo para Cuba”.
La batalla apenas comenzaba entonces, pues aunque Chávez, al volver al poder, perdonó a los gerentes insubordinados y permitió su regreso a la industria, la conjura continuó hasta cristalizar en diciembre con el paro-sabotaje petrolero.
Con sus perfiles profesionales totalmente adaptados a los requerimientos de la industria petrolera global, los integrantes de la cúpula que encabezó las aventuras del golpe y el paro, no tardaron en ser reclutados como ejecutivos de corporaciones multinacionales y desde esos cargos han continuado conspirando contra su país. En eso siguen algunos de ellos.
Daño estructural y reconstrucción
En abril de 2003, para el primer aniversario del golpe y el fulminante contragolpe, la industria petrolera estaba en grandes dificultades, pues la élite corporativa había logrado sumar a su complot a un alto porcentaje de los cuadros medios de Pdvsa y sus filiales. A las autoridades que asumieron el mando, con Alí Rodríguez Araque a la cabeza, no les quedó otra opción que despedir a más de 17 mil empleados, lo que significó un grave daño estructural en el campo del talento y la experiencia laboral.
Sucedieron entonces años de reconstrucción y aprendizaje. El ideal expresado por el comandante Chávez, era que Pdvsa dejara de ser aquella torre de marfil habitada por una secta de privilegiados e iluminados y mutara en una organización llena de pueblo y capaz de sostener las políticas de inversión social urgentes que requería la colectividad nacional. Lo logró parcialmente, pero –tal como ocurrió con tantos otros aspectos de la gestión gubernamental– se cometieron muchos errores, omisiones y excesos, y hubo también sustanciales traiciones que causaron no pocos retrocesos y estancamientos.
Con el control de la industria, luego de la victoria estratégica ante el paro-sabotaje, Chávez procuró desplegar todo el poder geopolítico del petróleo y lo hizo con su visión de otro mundo posible, creando mecanismos de financiamiento para los países ribereños del Caribe y buscando la integración energética con Suramérica. Hasta el Bronx, en Nueva York, se extendió la mano solidaria de Venezuela para calentar hogares en los duros inviernos del norte.
Infortunadamente, el comandante depositó su confianza en actores políticos que incurrieron en errores estratégicos bastante gruesos (como privilegiar la Faja del Orinoco en detrimento del enorme potencial de los crudos convencionales ya activos), hicieron cálculos fallidos sobre el comportamiento del mercado mundial y –el peor de todos sus pecados– reinstauraron el virus de la corrupción en Pdvsa, con nuevos actores y modalidades.
A la larga, los burócratas proclamadamente socialistas que sustituyeron a los meritócratas, actuaron de la misma manera, en contra de los intereses nacionales y populares, solo que su sabotaje fue de baja intensidad. No pararon la industria mediante una huelga, pero la atrofiaron de tal manera que ya para la segunda década del siglo XXI, la producción entró en caída libre, incluso antes de que las medidas coercitivas unilaterales y el bloqueo le dieran un puntillazo.
En 2020, en pleno inicio de la pandemia, el presidente Nicolás Maduro decretó la reestructuración a fondo de Pdvsa y creó una comisión, que llevó el nombre de Rodríguez Araque. En esa oportunidad, el profesor David Paravisini declaró que “la superestructura corporativa de Pdvsa es semejante a la de las grandes transnacionales globales, cuya función fundamental es la transferencia de capital de la periferia a las metrópolis, a sus centros financieros y económicos. Llegó el momento en que no fue capaz de mantener un equilibrio entre los intereses de los trabajadores, la producción y la satisfacción del dueño de esa renta, que es el pueblo venezolano, como lo dice la Constitución. Mientras tanto, el pueblo se vio afectado luego de que, con el presidente Chávez, experimentó una redistribución de la renta que satisfacía sus necesidades. Todo eso entró en crisis y con la estructura existente es imposible recuperarlo”.
El propósito del presidente Maduro tropezó, según puede interpretarse ahora, con la capacidad de esas estructuras desviadas para autorreproducirse incluso después de haber cambiado plantillas directivas completas. Tres años más tarde ha estallado, con toda su potencia, un escándalo de marca mayor.
Aprovechar debilidades: la nueva estrategia
La estrategia imperial de borrar del mapa la Revolución venezolana tuvo como epicentro en 2002 el ataque desde adentro a la industria petrolera, utilizando para ello los cuadros que habían crecido en ella y que estaban perfectamente adoctrinados, como lo evidenciaron en todo momento.
Renovada la plantilla gerencial de Pdvsa, luego del trauma del paro-sabotaje, el plan de Estados Unidos fue volver a penetrar en esa estructura para revertir los avances en materia de soberanía y autonomía. Por lo que puede entenderse, en ese objetivo avanzaron durante la larga etapa del ministro Rafael Ramírez, quien por alguna extraña razón ha permanecido a salvo del afán “sancionatorio” de Washington, tras su separación del gobierno bolivariano.
En la etapa más reciente, parece claro que la estrategia mutó a tratar de aprovechar las grandes falencias que se hacían cada vez más notables. Se montaron sobre ellas y utilizaron su repertorio de recursos violatorios del derecho internacional (bloqueo, sanciones, piratería) para agudizarlas.
Este propósito miserable quedó registrado en las palabras del exembajador de Estados Unidos en Caracas, William Brownfield, cuando dijo que la idea era destruir por completo la capacidad de Pdvsa de generar ingresos, a sabiendas de que era prácticamente la única fuente de divisas de Venezuela.
2023: urge otro rescate de Pdvsa
Así llegamos a abril de 2023, un tiempo en el que el país sigue bajo el asedio imperial y se enfrenta de nuevo a la apremiante necesidad de rescatar su principal industria de las manos de poderes antinacionalistas y contrarios a la soberanía.
No se trata ya de aquella clase gerencial, formada por venezolanos con mentalidad imperial implantada, que se creían con derecho casi aristocrático a administrar la principal riqueza de la República y favorecer los intereses del norte global.
Ahora estamos ante unas camarillas que se habían apoderado del sector con la voracidad de un depredador, gente supuestamente revolucionaria, pero obnubilada por los hechizos de la vida de los multimillonarios, que sucumbió fácilmente a las tentadoras ofertas de los agentes del imperio en decadencia.
En el fondo, desde una visión ideológica, son dos expresiones de lo mismo. El primer clan estaba al servicio de los intereses corporativos multinacionales y de la geopolítica estadounidense bajo la apariencia de la excelencia técnica y profesional; el segundo también respondía a esos intereses, aunque de una forma tal vez más ramplona y pervertida.
El objetivo de la rebelión de los meritócratas fue coadyuvar a un golpe de Estado, tal como se demostró en abril de 2002. Derrotado ese intento, llegaron aún más lejos, al participar en una huelga y boicot que llevó a cero la producción nacional, todo ello con el mismo fin de derrocar a un presidente elegido democráticamente.
¿Y qué puede decirse de quienes tenían en sus manos la industria durante los años de máxima intensidad en el bloqueo, las medidas coercitivas unilaterales, y solo estaban pendientes de obtener fabulosos provechos personales? No puede decirse otra cosa, sino que estaban trabajando para el enemigo, ayudando a socavar los cimientos mismos del Estado venezolano.
Las acciones tomadas por la cáfila gerencial de 2002, que llevaron al golpe de abril y a la huelga de diciembre, le causaron un daño profundo a la industria, que tardó años en resarcir, tan solo parcialmente. Las acciones y omisiones de los encargados de las políticas fundamentales en los últimos años apuntan en la misma dirección. Afectaron la capacidad productiva de Pdvsa y facilitaron así los ataques externos.
Veintiún años después, Pdvsa sigue siendo clave en nuestro acontecer político, lo cual no es de extrañar porque somos un país petrolero. Solo que a veces parece que se nos olvida o pasamos por alto el exacerbado protagonismo que la riqueza de los hidrocarburos tiene en el día a día, en la disputa por el poder y en la actuación de Venezuela en el escenario geopolítico.