Ni siquiera Jorge Luis Borges con toda su capacidad creativa ideó, en su Historia Universal de la Infamia, un personaje tan ruin como lo es Leopoldo López. El tipo que vive como un rey sin trono, pero con una generosa caja chica, se fue hasta la sede del Senado de Estados Unidos para, una vez más, pedir que se diseñen y apliquen más sanciones contra los venezolanos.
Tal vez el problema de este político sin masas viene desde la pila del bautismo, pues lleva el nombre de aquel monarca belga, Leopoldo II, muy distinguido señor de sangre azul (como parece que cree tenerla el vecino de Salamanca) que se especializó en martirizar al pueblo del Congo, tal y como quiere seguir haciéndolo el citado protegido del Reino de España con los habitantes de la República Bolivariana de Venezuela.
Como casi todo el mundo lo sabe, los reyes siempre han recurrido a algún Dios o ente superior, para reducir al máximo las posibles resistencias y así ejercer el oficio y garantizar la existencia de ciertos privilegios. También se tiene constancia histórica de lo poco dados al trabajo que esta clase de gente se ha mostrado –al menos en este último siglo–. Ya poco se ven por ahí andando personajes como, por ejemplo, Gilgamesh o Pedro el Grande.
Por el contrario, hay numerosas pruebas de que algunos han sido muy dados a las fotos y páginas de la prensa del corazón, los viajes pagados, los sobornos y subvenciones. Un par de ejemplares sin desperdicio los tenemos en las figuras de Juan Carlos I, El Mata Elefantes, huido de Madrid tras una serie de escándalos de todo tipo. O en la del príncipe Andrés de Inglaterra, agresor de Las Malvinas, amigo íntimo y asiduo cliente de Jeffrey Epstein, multimillonario tratante de blancas misteriosamente suicidado en una cárcel de máxima seguridad estadounidense.
Pero volvamos al caso que nos ocupa. Leopoldo López, candidato seguro al octavo y noveno círculos del Infierno –según la clasificación que por tamaño de culpas fue creada por Dante Alighieri– reitera en sus pecados originales: usa un discurso tipo Guerra Fría neomacartista, disfrazado con la piel de oveja de una organización no gubernamental, para hacerse el imprescindible en la lucha contra el castrochavismo y en defensa de la civilización occidental.
Sin embargo, su objetivo no es la democracia, ni la soberanía, ni la justicia, ni la igualdad; ni mucho menos la defensa de los derechos humanos. Él vende su imagen por algo más terrenal: dinero y más dinero. Vivir en el barrio de Salamanca, en Madrid, sale caro.