Por: Werther Sandoval
La Nereida de Tetis que salva a las universidades del mundo de ser devoradas por las tormentas y remolinos provocados por el Caribdis del sometimiento y la Ercila de la precariedad presupuestaria, es una política estatal universitaria basada en proponerles proyectos productivos, financiados, precisos y concretos, pertinentes y adecuados a las necesidades del país.
Esta idea nada innovadora y menos original, debe ser confeccionada bajo la égida del Estado docente, atendiendo a los deseos, muy acentuados en el mundo universitario, de buscar ingresos propios.
Las solicitudes de atender a las necesidades del país, a través de la propuesta de proyectos productivos y líneas de investigación, generarían el indispensable e inevitable diálogo que le da sentido y rostro pragmático a la autonomía universitaria, ya impulsada en los Estatutos Republicanos elaborados en 1827 por Simón Bolívar y José María Vargas; en los cuales conviven, sin contradicciones, la autoridad del Estado en cuanto a gestor y direccionador de políticas universitarias, y la facultad de estas instituciones para dotarse de ingresos propios.
La construcción de una política hacia las universidades que les solicite soluciones a los diversos problemas y necesidades de la nación pondría en permanente discusión la mercantilización del conocimiento al cual hoy están expuestas esas casas de estudio, afectadas por las precariedades presupuestarias causadas por las precariedades presupuestarias de una nación sometida a la ilegalidad y arbitrariedad del bloqueo y las sanciones impuestas por el gobierno de EEUU.
Se trata, en lo posible, de revertir la mercantilización del saber que se cierne sobre las universidades, con el riesgo de convertirlas, en sus búsquedas de ingresos propios, en apéndices de las empresas. De allí que la propuesta implica la reinvención de la forma de relacionarse y de asignar recursos a las universidades venezolanas.
La universidad es un bien público y la garantía de que se mantenga como bien público es potestad del Estado. Si la universidad, en respuesta a las exigencias de valorización del intelecto como un capital, es colonizada por el mundo del dinero y convertida en una mercancía más, estaremos ante un bien público privatizado.
Como ejemplo, basta revisar la mercantilización extenuante y traumática de los estudios de odontología en la UCV, donde la carga horaria impide a los estudiantes trabajar y están obligados incluso a pagar a la Facultad todo el instrumental y hasta cada caries tratada, sin que las autoridades se dignen a brindar información alguna sobre cuál es el destino y uso dado tanto a los recursos pagados por los mismos estudiantes, como a los otorgados presupuestariamente por la universidad a esa dependencia.
De allí que la iniciativa de proponerles proyectos productivos y líneas precisas de investigación, ya llevada a cabo en infinidad de países, empujaría en su andar y desarrollo una gestión universitaria más transparente y daría respuesta al devenir diario e histórico de las sociedades a las cuales se deben.
La idea tampoco excluye la atención de estos centros del saber a las propuestas empresariales. Pero argüir autonomía para buscar ingresos propios sin una clara política de universidad pública, podría conducirla a competir en condiciones desleales en el mercado de servicios, atentando contra sus mismos ingresos y contra los proporcionados por el Estado.
Buscar ingresos propios para atarse a la dependencia financiera del capital privado sería más pernicioso, pues limitaría y condicionaría la autonomía de cátedra y de investigación. Sería una autonomía falsa.
Una muestra mercantil que revela, por adelantado, la afectación de las universidades en su búsqueda de ingresos propios son los diplomados, apenas regulados por una media cuartilla que ni siquiera alcanza el nombre de Resolución del Ministerio de Educación Universitaria, pues fue dictada por el núcleo de vicerrectores.
Dictados por cuanta institución o empresa, pública o privada, certificada o no por el Ministerio de Educación, con sus limitaciones y escasez de profundidad, de carácter instrumental, a través de los diplomados solo se busca, en la mayoría, el lucro a cambio de otorgar el título por el título, para la formación mecánica de mano obra barata.
De allí que las más afectadas por esta proliferación de cursillos y diplomados sean las mismas universidades y con ellas el Estado. Basta con mirar los pasillos y las aulas de la mayoría de las universidades para percatarse del descenso de la matrícula educativa. Entre los jóvenes crece la peligrosa actitud de mirar con desdén una carrera universitaria de cinco años, menos ganas aún una de postgrado.
Y la ausencia de formación académica e investigativa, de profundidad y largo aliento, se agudiza y pone en riesgo la autonomía universitaria y la soberanía e independencia del país, pues nos ata y expone al antojo de los centros pensantes de las naciones autodenominadas desarrolladas.
Por ello el Estado no debe limitarse a la entrega de una asignación presupuestaria a universidades sempiternamente lentas y, en muchos casos resistentes, a detectar en su grado de pertinencia temporal y espacial soluciones a los problemas del país.