En la región altoandina del sur del Perú se desarrolla un proyecto denominado Las Manuelas, con mujeres alpaqueras que habitan los altiplanos de horizontes lejanos a más de 4.000 metros de altura; donde sopla un aire frío y puro y donde crían a sus entrañables alpacas. Estas damas socioproductivas, formadas por Simón Rodríguez son maestras del punto; realizan textiles a mano con amor y precisión, utilizando la lana de alpaca pura y natural de sus propios animales. Hilan y tiñen de forma manual y artesanal cada fibra lujosa, dando luz a piezas extraordinarias. En este altiplano suramericano convergen tres libertadores venezolanos. Cada uno, enamorado de una Manuela. Simón Bolívar de la quiteña Manuela Sáenz, Antonio José de Sucre de la tarijeña Manuela Rojas y Simón Rodríguez de la aymara boliviana Manuela Gómez.
Manuela Sáenz
El 16 de junio de 1822, una dama con pasado de convento y convulsionadas acciones contra los realistas, arroja una corona de flores al Libertador Simón Bolívar. Tras el triunfo en Pichincha el 24 de mayo, era recibido por el pueblo quiteño por unir Quito a Colombia, la república nacida a orillas del Orinoco el 17 de diciembre de 1819. Es Manuela Sáenz, la luchadora, la arrojada mujer que montaba caballos como un lancero. De ella dice Luis Alberto Crespo: “su mirada nocturna entraba como filo de sable en el alma indigna de la falsía y la traición. Sus ojos no sólo eran ojos, eran vivos vaticinios. Leían para Bolívar los gestos de lealtad y de felonía. Aprendió a averiguar por dentro los bajos fondos de Santander y de tantos otros de su calaña, como Carujo. Lo probó con creces aquella noche septembrina en Bogotá”.
El 30 de enero de 1823, Bolívar escribe desde Pasto a Manuela: “Tú me nombras y me tienes al instante. Pues sepa usted mi amiga, que estoy en este momento cantando la música y tarareando el sonido que tú escuchas. Pienso en tus ojos, tu cabello, en el aroma de tu cuerpo y la tersura de tu piel y empaco inmediatamente, como Marco Antonio fue hacia Cleopatra. Veo tu etérea figura ante mis ojos, y escucho el murmullo que quiere escaparse de tu boca, desesperadamente, para salir a mi encuentro”. Sobre Manuela Sáenz, Bolívar le escribe a Santander en 1825; defendiéndose de las acusaciones de favorecer a su amada ascendiéndola al grado de coronela: “Usted conoce tan bien como yo, de su valor como de su arrojo ante el peligro. ¿Qué quiere usted que yo haga? Sucre me lo pide por oficio. El batallón de húsares la proclama; la oficialidad se reunió para proponerla, y yo, empalagado por el triunfo de su audacia le doy ascenso con el propósito de hacer justicia”. En 1828 le escribe nuevamente a Santander defendiéndose de quienes censuran su relación con ella: “Manuela es para mí una mujer muy valiosa, inteligente, llena de arrojo, que usted y otros se privan de su audacia. No saldrá (ahora menos) de mi vida por cumplir caprichos mezquinos y regionalistas. La que usted llama «descocada», tiene en orden riguroso todo el archivo que nadie supo guardar más que su intención y juicio femenino”. Después del intento de magnicidio en Bogotá, Bolívar le escribe al general Córdoba una carta en defensa de Manuela Sáenz: “Ella es también Libertadora, no por mi título, sino por su ya demostrada osadía y valor, sin que usted y otros puedan objetar tal. […] De este raciocinio viene el respeto que se merece como mujer y como patriota”.
Manuela Rojas
Poco tiempo antes de la independencia de Bolivia, llegaron procedentes de Tarija, para estudiar en un convento de La Plata, en Chuquisaca, dos jóvenes hermanas: Salomé de 23 años y Manuela de la Concepción Rojas Iñiguez, de 16 años. En esta ciudad de Chuquisaca, que desde 1825 lleva el nombre de Sucre a solicitud de Bolívar, Antonio José de Sucre, estrechó vínculos sentimentales en 1827 con la bella tarijeña Manuela Rojas, nacida el 12 de diciembre de 1809. Esta historia de amor comienza cuando el chuquisaqueño Casimiro Olañeta, que había sido consejero de Sucre y uno de los firmantes de la Declaración de Independencia de Bolivia el 6 de agosto de 1825, le presentó a Manuelita. Le dijo que era su novia, aunque Casimiro se había casado con María Santiesteban Güemes, prima de Manuela, el 16 de noviembre de 1817. El amor cayó como un rayo y Sucre, joven oficial, se enamoró de la joven dama, para consternación de Casimiro Olañeta que sufría cómo la perdía.
El engañado era sobrino y asistente del último gobernante realista del Alto Perú, el general Pedro Antonio Olañeta. Nació al igual que Sucre en 1795. Casimiro Olañeta jamás le perdonó esta infidelidad y eso lo llevó a maquinar un atentado contra Sucre que se materializó el 18 de abril de 1828. Manuela, de 17 años, dio a luz a un hijo natural concebido de su romance con el Mariscal, bautizado con el nombre de Pedro César Sucre Rojas, en junio de 1828, precisamente cuando al cumanés convalecía de una herida en el brazo derecho que le hicieron durante el motín de aquel año y cuya operación fue muy dolorosa porque le extirparon 18 esquirlas de sus huesos, en una época en la que no había anestesia.
Manuela Gómez
Simón Rodríguez es uno de los grandes feministas de la humanidad. El 2 de noviembre de 1793, solicitó al Cabildo de Caracas la creación de una escuela para niñas. Una vez creada Bolivia por Bolívar y Rodríguez gracias a una idea de Sucre, Rodríguez, en su rol de ministro de educación, lucha contra la cultura patriarcal para darles instrucción y oficios a las mujeres “para que no se prostituyesen por necesidad, ni hiciesen del matrimonio una especulación para asegurar su subsistencia”. Simón Rodríguez se casa en Bolivia con Manuela Gómez. En 1847, escribe desde Túquerres: “La casualidad ha traído aquí un médico naturista suizo, que anda explorando, y me ha hecho el favor de dar algunos remedios a Manuelita”. En la partida de defunción de Róbinson (1854) que reposa en el Archivo parroquial de Amotape dice: que se casó con “Manuela Gómez, hija de Bolivia, y que sólo dejaba un hijo que se llama José Rodríguez”.
El historiador ecuatoriano Alfonso Rumazo González escribió en 1976 una hermosa semblanza de esta mujer aymara: “Esa boliviana Manuela Gómez fue extraordinariamente valerosa: sufrió con intrepidez junto a su esposo la adversidad, la miseria, la desesperada angustia. Batalló con él en acto de sombra que se desdobla y protege; que busca todas las posibles salidas; que compite con él en austeridad y desinterés, situándose así a la altura del hombre noble que la había escogido. No decae, sino que triunfa sobre todo acoso y sobre todas las innumerables presiones negativas”.
Antonio y los Simones
El joven Antonio José de Sucre, gana la batalla de Ayacucho y él y Bolívar entran victoriosos a La Paz entre aplausos de indígenas. La República de Bolívar pasa a llamarse Bolivia y Chuquisaca Sucre y es la capital. Rodríguez escribirá páginas del poder del pueblo en materia de educación popular y devolución de sus tierras ancestrales que Bolívar convertirá en decretos para que el pueblo originario sea propietario, no haga trabajos forzados, no pague tributo, siga hablando quechua y aymara, y pueda votar. Simón Rodríguez escribe: “Después de las aves, las plantas son las que más se parecen a las mujeres, en su previsión para después del parto. La mujer más pobre corta sus enaguas viejas para mantillas, y de las pretinas hace fajas. Las plantas más desnudas sacuden sus hojitas, para que sus semillas se abriguen mientras germinan”. Gracias a Rodríguez, Bolívar y Sucre se construirían escuelas donde estudiar juntos niños y niñas sentados en la misma banca y aprender ante todo a pensar: «O inventamos un mundo de paz, prosperidad y felicidad o la causa de la libertad es perdida».