Desde la época de Chávez hasta la más actual, ha existido una corriente corrupta que ha querido vivir como los reyes del universo, y nuestros gobiernos las han combatido, así como ellas nos han engañado haciéndose los «rojos rojitos»
Por: Federico Ruiz Tirado
El X y obra del escritor español Rafael Narbona Monteagudo es una prolija cartografía sociocultural no sólo de la España actual y de Europa, sino de la psicología política de la época.
-Me da miedo lo que está pasando en España, escribe una lectora del polémico escritor y ensayista antifascista Rafael Narbona.
-Mis alumnos de familias vulnerables en riesgo de exclusión que viven de subsidios y pensiones, muchos de ellos, corean «viva Franco», dice a plena luz del día en un Madrid que asiste masivamente a la Feria del Libro y mira de reojo la consagración de una fiesta Real (entiéndase de Euros y de rancias monarquías), que ha montado la cohorte de Felipe VI con motivo de diez años de reinado, dimes y diretes de alcoba, vacilaciones frente al holocausto en Palestina, alcahueterías al viejo zorro del macilento y corrupto Juan Carlos de Borbón, Doña Vaina e Infantas del linaje.
Cuando la profesora intenta decirles casi didácticamente que esas proclamas son por lo menos indebidas en la escuela, le dicen que es comunista.
Esas elecciones que recientemente hicieron recorrer por toda Europa el fantasma del fascismo histórico, sentarlo en el Parlamento de la UE, prender los motores de un tren de asesinos para acabar con la humanidad, está de nuevo en marcha y su desempeño lleva consigo el achicharramiento de lo que les estorba.
Despide un chirrido escalofriante ese tren, y sus decibeles de ultramar también se sienten en el espinazo de América Latina, desde la Patagonia, donde ahora se ha aposentado el Comando Sur de EEUU con llave de entrada a la Casa Rosada y al Banco Central, dejando a Milei hablando con sus perros enterrados vivos en Los Olivos, su casa dormitorio, hasta en algunos países de la Cordillera Andina de este lado del mundo.
A todos estos actos, y otros más atroces, Narbona los describe como elementos de una distopía.
Ciertamente es una enfermedad sociopolítica no tan rara, pero sí escandalosamente peligrosa si nos atrevemos a imaginar dónde comienza el horizonte de esta época repleta de niños, los más ingenuos del género humano, que además de ser recibidos por impredecibles «avances» de la tecnología informática, también los acecha el lobo peludo del eterno cuento de terror.
Ese «nuevo» fascismo es tan viejo como el hilo negro. Los nuevos nombres no le cambian la cachimba: anarco-capitalismo (de Milei), anticomunismo (de Ayuso), «progresismo de centro» (de Boric), son antifaces de ese fascismo que generó dos terribles guerras y acabó con la vida de sesenta millones de personas.
El fascismo mata, cuando no seca las articulaciones de quienes lo promueven en nombre del agua bendita contra la «dictadura» de Nicolás Maduro (ejemplos: María Corina Machado y el viejito del afiche).
Es gente maluca que se cree superior por tener unos apellidos que en realidad son marcas de clase social.
El supremacismo es un sustantivo que cuando sale de Google se convierte en un monstruo que lanza llamas como un dinosaurio mitológico y arrasa con la naturaleza y todo bicho de uña que vive en su seno; destruye los árboles, los sentimientos, vuelve cenizas al pobre diablo, al vecino vulnerable.
Decimos nosotros con Narbona.
Ayuso mantiene una persecución mortal contra los ciudadanos de la tercera edad que conforman el precariato en España.
El fascismo siempre ha trabajado al servicio de las elites financieras que nadie ve sus rostros: es el caso de Argentina y sería -dios nos libre- en Venezuela si a Miraflores llegaran el anciano enfermo de González Urrutia o lo que es lo mismo, la desquiciada de María Corina Machado.
Muchos de los que hoy votarían por ellos con la intención de «castigar» la obra de Nicolás Maduro por los errores o por las deficiencias, que las hay; o por los escalones que ha subido la corrupción, evidenciados a full color con el protagonista de esa pesadilla esposado con ojos lánguidos: Tarek El Aisami.
Desde la época de Chávez hasta la más actual, ha existido una corriente corrupta que ha querido vivir como los reyes del universo, y nuestros gobiernos las han combatido, así como ellas nos han engañado haciéndose los «rojos rojitos».
Ahora, votar contra Maduro para castigar ese malicioso atributo de una sociedad como la venezolana, que viene de una tradición malsana por la economía rentista petrolera («El excremento del Diablo) es un retroceso y una pendejada peligrosa: quienes lo hagan acabarían huyendo no sólo de esa jauría, sino de sus propias sombras: vagando, como la letra de un tango siniestro.
La prensa mercenaria controlada por grandes grupos empresariales, y los periodistas que les da culillo hablar del fascismo, como Alonzo Moleiro, Vladimir Villegas, y otros, están logrando que la gente no se mire en el espejo de Argentina, por decir un caso, y voten por los que pretenden desbaratar esa forma de luchar que siempre es victoriosa porque es capaz de delimitar espejismos de horizontes pintados con pajaritos preñados o pretensiones de «normalizar» palabras como «privatización», «progreso», en nombre de una sociedad donde, eso sí, los apellidos regresen por lo suyo y repartan baratijas a los jalabolas que los elogian en las redes.
«El desinterés por la cultura está posibilitando ese fenómeno. Cada vez se lee menos o, lo que es peor, solo se leen obras inanes, best-seller que ejercen el mismo efecto hipnozitador que el soma de Un mundo feliz. La distopía ya está a la vuelta de la esquina» dice Rafael Narbona al referirse a España.
Es por esto que a Felipe VI debió mirarlo a los ojos sus pupilas de Rey en pleno jolgorio. Ese otro «yo» que en modo cascada refleja su fatalidad genética y se deja caer de siglo en siglo busca sitio en el aposento full de chécheres identificados por él como dones de la providencia, que a veces apestan como esa fosa común universal concebida por la versión histórica aún no autorizada del exterminio.
En medio de la fiesta, Felipe debió recordar que es hijo de Juan Carlos, puesto allí como rey por una cohorte de momias que juraron con solemnidad garantizar la perpetuidad de Francisco Franco.
Es entonces cuando Felipe apela al denominado «autoconcepto». Es su mejor momento: «yo no soy un Rey malo», «yo soy un monarca humanitario», «yo vivo del apoyo monetario de mis súbditos», «te queremos, Pedro, Leticia y yo te queremos». Pedro es Pedro Sánchez, no Pedro Carmona Estanga.
Justo cuando el presidente Nicolás Maduro, hace pocos días, les exigiera a él y a Pedro Sánchez, devolvernos a los asesinos de Orlando Figurera, que lo quemaron vivo y sus autores viven de tapa en tapa en España, al rey se le atravesó la imagen cuadriculada de Felipe González dándole el consejo de «condenar de forma rotunda» los ataques, sin precisar ni definir quién era quién en la guerra y, menos aún, sin pararle al avance del fascismo en su reino.
El resto es cosa de recordarle que en Venezuela, a un rey que es interpelado por un presidente electo, no le decimos rey, y menos cuando se hace «El policía de Valera».
Devuelva a los criminales de Figurera, Sr Felipe.
Devuelva los asesinos de Figuera.