Por: Federico Ruiz Tirado
Dentro de un CDI en Barinas, o en un anexo habilitado exclusivamente para la atención de los pacientes víctimas del Covid-19, escuché por primera vez una versión tan terriblemente apocalíptica como a las difundidas por los medios comunicacionales identificados ideológicamente con Bill Gates y otros siniestros personajes, extraterrestres, terrráqueos o androides que -dicen- son altos jerarcas del llamado Estado Profundo, como parece serlo el Musk de X, que quiere matar a Maduro a través de videojuegos, o encargar a la gente a que lo haga desde la comodidad de sus casas y en diversión común con sus padres que creen que González Urrutia ganó el 28-J.
Esa congregación del CDI rezaba, o aullaba; proliferaba oraciones en dialectos incomprensibles al oído humano, sobre cómo, salido de ese manido concepto de predicado que Google le atribuye a ciertos asuntos de Dios, que si es infinito, que todo lo sabe porque está en todas partes, que todo lo premia o lo castiga, aquí en la tierra como en el cielo.
En algún momento una viejita apolismada, dijo: «solo Dios sabe. El envió su nueva creación».
Casa confinada
La más fantástica, seguramente por graciosa, conjetura que de su quehacer artístico fue elaborando mi hermano Leonardo, durante esa pandemia inducida por las fuerzas del bien o del mal, o de las dos juntas; o quizás desde años atrás, cuando éramos chicos: ese Leonardo, el escritor, el inventor, «el maestro», el investigador de todo y de nada, el mágico religioso que se dio el lujo de descubrir la Virgen del Topochal entre las sombras del patio de su casa en Barinitas; el lector de los petroglifos de papá José Vicente Abreu, el dibujante del Otro Lápiz, el embustero rigurosamente científico, se basó en una caricatura que una vez vi en una revista consagrada a la farándula Real (y que Mamá guardaba en una cesta de mimbre, que con el tiempo hospedó a una cucaracha espantosa que huyó y la hizo pegar un brinco de la hamaca); esa curiosa asociación, digo, con la del escritor francés Honoré de Balzac, se parece a la suerte (híbrida) donde su rostro se me dio un aire un tanto alucinante de aquel Leonardo que, por cierto, nunca he visto escribir, más sí dibujar en servilletas de bares y otros lugares insólitos.
El Viaje
Fue hasta que, cuando la publicación de El Viaje, uno de sus libros esenciales, leí en El Arte de la Prosa Ensayística, un epígrafe de una de las novelas del francés y a mi modo lo comprendí:
«¿A qué, si no a una substancia eléctrica, puede atribuirse la magia con la que la voluntad se entroniza tan majestuosamente en la mirada para eliminar los obstáculos según el mandato del genio, o se filtra, pese a nuestras hipocresías, a través de la envoltura humana?
Historia intelectual de Louis Lambert.
El anda, su teoría.
En ese texto está la contraseña de El Viaje que leí. Supongamos que Leonardo se ha despertado siempre con esa ‘substancia eléctrica’ en la retina de su mirada socrática, dijera papá, y entonces emprende El Viaje del lenguaje (enigmático de la poesía y del ANDAR, que, según la teoría de Balzac, es «la magia de la voluntad» para transitar caminos, calles, ríos, ciudades y visitar a amigos en lugares lejanos o darse una vuelta por donde lo hacen nuestros muertos.
Sin Voluntad cómo se van a ver esas pátinas que sellan los huesos de quienes se adelantan al Viaje de la muerte.
Sin voluntad no se hubiese fundado Macondo, ni a Comala hubiese ido Juan Preciado a buscar a un tal Pedro Páramo quien dijo ser su Padre; sin voluntad ni Ulises ni Penélope existirían, ni La Maga ni Oliveira, ni los Puentes de París tampoco; ni Verne hubiese dado la vuelta al día en los 80 mundos de Cortázar, ni Pablo Castell habría asesinado a María Iribarne; ni Ruiz Guevara, ni Doña Carmen, ni Leonardo mismo hubiese llegado a la Caracas de la Nueva Época, esa Caracas donde por igual se lucha contra el imperio o se baila donde llegue Negel Machado.
En varios de esos Viajes lo he acompañado.