Creo que su estirpe de mágico histrionismo saluda la aurora. Trino se fue con el sello inmortal de su sapiencia, de su arte infinito, de su gratitud hacia sus maestros de Londres, de su ademán entre Talía y Melpómene
¿Murió el maestro Trino Rojas?… No lo creo. Le he preguntado a varios amigos y me dicen que esa noticia es falsa. Me conseguí a varias profesoras y me dicen que son habladurías. El 31 de agosto de 2024, unas muchachas estudiantes de teatro lo esperaban en un aula de la Unearte. “Debe estar por llegar”, me dijeron. Me escribió Felipe Benítez, uno de mis tutoreados, pidiéndome un favor: “El maestro Trino, fue el primero en creer en mi vocación, siempre me daba ánimos, entendía mis intereses, incluso para el Posgrado me orientó, pues yo no sabía cómo redactar mi postulación. Si está a tu alcance como nuestro antiguo rector, hazle un tributo desde tus letras, te lo agradeceré, él fue muy querido por todos sus estudiantes”.
Un poco temeroso y preocupado por Trino, me acerqué al hotel donde vive, cerca de la plaza Morelos. Subí a su habitación y entré porque la puerta estaba entreabierta.
-Pase, rector, acá estoy.
Reclinado en una almohada sobre la cama me habló de Aquiles Nazoa.
-Era repartidor de la Panadería Solís y botones del hotel Majestic.
-Sí, Trino, nuestra amistad está enlazada por Aquiles, recuerdo cuando montamos aquella obra llamada La bicicleta en el Crea Aquiles Nazoa. ¡Cómo la disfrutaste! ¡Cómo te deleitabas con la música recopilada y armonizada por Vicente Emilio Sojo!
Después hablamos largo y tendido sobre la bicicleta de Rafael Nazoa en la que paseaba a su hijo Aquiles. En ella el ruiseñor de Catuche aprendió a deletrear el paisaje en recorridos dominicales por todas las esquinas y rincones de Caracas.
-Por allí andan diciendo que te moriste, Trino.
-La gente habla muchas pistoladas, rector.
-Pero ya que están diciendo que me morí, aprovecho para decirle a esa mujer que me ama que cuando vaya a la funeraria “no se vista de viuda, ni llore sacudiéndose como quien estornuda, ni sufra «pataletas» que al vecindario alarmen, ni que para prevenirlas compre gotas del Carmen”. Ojalá esa mujer que me ama, “no se siente al lado de mi cajón mortuorio usando a sus cuñadas como reclinatorio; y cuando alguien se acerque a darle el pésame, no le abra los brazos en actitud de ¡bésame!”. Rector, dígale a mi amada, que se haga la sorda cuando algún güelefrito dictamine observándome, que he quedado igualito”. Dígale que se “haga la que no oye ni comprende ni mira cuando alguno comente que parece mentira”. Dígale, por favor, que “no se vista de viuda: Yo quiero ser un muerto como los de Neruda; y, por lo tanto, que no se enlute ni llore” porque “¡Eso es para los muertos estilo Julio Florez!”. Dígale, que “no se le ocurra formar la gran «llorona» cada vez que le anuncien que llegó una corona; pero tampoco que vaya a salir de indiscreta a curiosear el nombre que tiene la tarjeta”. Dígale también que “no grite, que la lleve conmigo y que sin mí se queda como en «Tomo y obligo», ni que vaya a ponerse, con la voz desgarrada, a divulgar detalles de mi vida privada”. Finalmente, dígale a la mujer que me ama, que “no haga lo que hacen todas; que no copie sus estilos, que no repita sus modas, que, aunque en nieblas de olvido quede mi nombre extinto, ¡sepa al menos el mundo que fui un muerto distinto!”.
Nos reímos como en los viejos tiempos. Poco a poco la risa se transformó en sonrisa y luego en seriedad. “Yo creo que las energías del universo empiezan a aglomerarse cuando uno está realmente haciendo lo que uno ama, y, además, ese amor te hace ser empeñoso, trabajas por eso, no es un sacrificio”, me dijo. Hurgó en una pila de libros en su mesita de noche y tomó uno de Octavio Paz. Lo vio con respeto y abrió una página marcada con un papelito de esos que dan en los comercios. Leyó: “El telón de este mundo se abre en dos. Cesa la vieja oposición entre verdad y fábula, apariencia y realidad celebran al fin sus bodas, sobre las cenizas de las mentirosas evidencias se levanta una columna de seda y electricidad, un pausado chorro de belleza”. Se quedó pensativo. Cerró el libro y lo colocó exactamente en el mismo lugar de donde lo tomó. Me quedé un rato acompañándole en silencio. Él salió de la habitación. Aproveché su ausencia momentánea para pensarlo. Trino es un poco poeta de las tablas itinerantes y de las luces, maestro que lega sus didascalias a sus estudiantes, actor bajo una tempestad artificial entre los truenos y relámpagos que arma el utilero y que llena el vacío con su voz moldeada y su palabra brillante y su drama translúcido.
Trino envejece al margen de los tiempos en el recuerdo de películas venezolanas, puestas de escena de Rengifo y una que otra obra shakespereana porque a él le cuesta comprender exactamente la historia. A Trino le gusta la mirada desafiante y crítica del público porque tiene más consistencia y más calorías que cualquier otra, es una mirada satírica, mordaz, sarcástica que atraviesa las luces y se adentra en la piel de los actores. Pasaron unas cuantas horas y, en vista de que no volvía, me marché.
Creo que su estirpe de mágico histrionismo saluda la aurora. Trino se fue con el sello inmortal de su sapiencia, de su arte infinito, de su gratitud hacia sus maestros de Londres, de su ademán entre Talía y Melpómene. Con la primera corrige los vicios con risa y canto y máscara falaz, con la segunda baña en llanto su faz majestuosa para enviar al público, su público, su declamación triste de piedad y terror. Trino sabe que el teatro es pura vida y que cada personaje es una persona real que vive una tragicomedia en la que alterna la risa y el llanto, el júbilo y la tristeza, la vida y la muerte. Cuando caiga la noche, oiremos lejana una canción, viejas notas, viejos acordes, viejas palabras de amor en la voz del maestro.
Esas palabras de amor que en las cañadas sopla el viento como si se tratase de algún valse venezolano en labios de Toñito Naranjo aferrados a su flauta de sortilegios. Esas palabras de amor que rompen la invernal humareda, mientras el sol, tras del Waraira Repano, abre un telón de seda y ríe la mañana de mirada amatista. Esas palabras de amor que recuerda Trino se asemejan a sopotocientas iluminaciones en fluidos estambres que perlan de rama en rama. Creo que Trino se fue con su título de licenciado de la Unearte bajo el brazo por una senda clara de teatro y de su pedagogía, de labores y esperanzas, de bondades y virtudes, se marchó rico, noble, feliz, enamorado, fecundo de talento y de alegría. Creo que se fue, pero invitándonos a que le metamos corazón a las cosas, a que trabajemos con empeño y, por encima de todo, con amor; sólo así lograremos nuestros sueños y seremos felices y seremos útiles y le daremos sentido a la vida.