Por: Delisse Lugo
El lunes pasado, los integrantes de Comunicalle, nos dirigimos hacia la Unidad Educativa Generalísimo Francisco de Miranda, ubicada en la Base Aérea de La Carlota, Caracas.
Poco antes de llegar, nos sorprendió el vacío de algunas rejas que habían sido arrancadas.
— “Por ahí pasó la marcha”, dijo alguien.
Transcurrieron un par de minutos y, con el asombro todavía en los ojos, llegamos al hermoso plantel.
Con gran cordialidad fuimos recibidos y conducidos al patio central. Bajo la mirada de dos bustos: Miranda y Bolívar, empezamos a descargar todos nuestros elementos de utilería, vestuario y sonido.
El lugar era acogedor, luminoso, limpio y ordenado. De la nada, una docena miradas bajitas, se asomaron con alegre picardía por las ventanas de los salones para escudriñar a los raros visitantes, es decir, a nosotros. Les saludamos. Unos agitaban la mano, otros sacaban la lengua y otros salían corriendo.
En un abrir y cerrar de ojos todo estuvo listo: títeres, actores y escenario. Y con la misma velocidad fuimos rodeados de más de setenta niños y niñas con edades entre cuatro y seis años.
¿El reto? Estrenar una acción comunicacional acerca de La Constitución.
Y dimos inicio.
“Manuelita” y “Rocco, el desmemoriado” trataban de contar una historia pero era en vano, sin memoria no se puede. En eso, aparece La Constitución -hecha títere- y con su ayuda, lo logran. Así, entre cantos y bailes explicamos a los niños y las niñas qué es La Constitución, cuál es su importancia y los cambios que puede tener.
Para nuestra sorpresa, los minúsculos espectadores escuchaban atentamente todo lo que el simpático Libro Azul les decía, respondiendo atinadamente a cada pregunta que se les formulaba:
—¿Qué palabras bonitas hay en nuestra Constitución? Preguntaba Manuelita.
—¡Venezuela! ¡Amor!¡ Bolívar! ¡Justicia! ¡Paz!, respondían las risueñas vocecitas.
Y a nosotros se nos llenaba el corazón de orgullo, viendo la seguridad y soltura de esos chiquitines frente a temas tan serios.
Al finalizar la función, todos se levantaron y corrieron a abrazar a los muñecos, y a que les explicáramos cómo funcionaban.
Nos despidieron con una rica merienda, que agradecimos ampliamente. Entretanto las maestras formaban a los mini-estudiantes preparándolos para salir.
Dos días después, en ese lugar se callaron las risas, y en su lugar se oyeron los sonidos del miedo.
Esos mismos niños con quienes compartimos la felicidad del arte, huían aterrorizados de sus salones porque un grupo de gente “pacífica”, atacaba su escuela a punta de piedras, botellazos y balas.
Entre estallidos de vidrios, ellos, los de la cara tapada, gritaban enloquecidos la palabra ¡LIBERTAD!