Esto es una historia ficcionada, los nombres son creados para el relato; pero, si por alguna coincidencia se parece a la realidad, no es la intención del autor.
Ángel David Ortega no tenía nada extraordinario salvo el corazón lleno de ganas. Tenía 22 años, flaco como un cable, el cabello desordenado, las manos curtidas de tanto cargar tobos de agua, al igual que su padre, y los ojos de quien todavía no entiende porqué el mundo es tan desigual. Él vivía en El Valle, al sur de Caracas, junto a su esposa Oriana —de 20, bajita, pelo recogido, mirada dulce pero dura cuando hacía falta— y su hijo Matías, un bebé de un año que ya daba pasitos por el pasillo del apartamento.
Vivían apretados pero vivos; tres comidas al día, arroz con caraotas, agua de limón y un aire acondicionado que sonaba como si pidiera auxilio. No les sobraba nada, pero tampoco les faltaba el amor. Ángel venía de una familia trabajadora, hijo de una costurera jubilada y un mototaxista de 60 años que ya no podía manejar por la artritis, siempre fue un chamo responsable… Trabajaba en una arepera desde los 17, estudió un par de semestres de informática en la Misión Sucre, y soñaba con comprarse una casa por la Gran Misión Vivienda Venezuela.
Pero a veces, el alma pesa más por lo que uno ve que por lo que come. Y Ángel no podía dejar de ver su teléfono: TikToks de panas en Nueva York, reels de chamas en Las Vegas, fotos de chamitos con AirPods y motos en Orlando.
—¿Y nosotros qué, Oriana? ¿Vamos a seguir viviendo con lo justo mientras los demás se llenan de billete allá afuera?
—Ángel, por favor… —decía ella, bajando la voz para no despertar al niño—. Aquí estamos juntos y cualquier vaina le caemos a tu familia. Allá no sabemos ni qué nos espera.
Ella dudó, como las mujeres que intuyen el desastre antes de que ocurra. Pero lo amaba, y su amor era leal hasta la locura.
El Tigrillo y la selva de los muertos
Después de vender el ventilador, la licuadora, la consola del play y hasta la corneta, partieron hacia Colombia. En Necoclí conocieron a su primer verdugo: El Tigrillo, un coyote colombiano con dientes metálicos, lentes oscuros y un acento que se tragaba las palabras. Llegaron con otros migrantes. Familias enteras. Niños, ancianos, mujeres embarazadas. La selva del Darién no distingue entre inocentes y culpables. Traga parejo.
—La selva es dura, pero yo los paso, les dijo EL Tigrillo: Todo seguro. Ni la Guardia, ni los narcos —decía, mientras contaba dólares con sus mugrosas manos.
Pagaron 200 dólares por los tres. Empezaron a caminar al día siguiente. Lo que siguió no tiene nombre.
El Darien no es selva, es un cementerio verde. Oriana cargaba al niño envuelto en una manta, mientras Ángel cortaba ramas y lodo. Vieron cuerpos en descomposición, una niña de cinco años llorando sola con la ropa rota, y una mujer que enterró a su bebé bajo una piedra porque no sobrevivió a la fiebre.
Una noche, Oriana se tropezó y cayó de rodillas.
—¡Camina, carajo! —gritó El Tigrillo desde atrás—. Aquí no hay ambulancia, mija. ¡Muévete o te mueres!
Ángel lo enfrentó, pero una escopeta colgaba de su espalda.
—No te me pongás cómico, chamo. ¡Esto no es Caracas! — escupió, antes de seguir adelante.
El Tigrillo desapareció al tercer día. Se fue con las mochilas, el agua y los últimos paquetes de galletas. Atrás dejó solo miedo y silencio.
Matías tuvo fiebre tres noches seguidas y no había medicinas. Nadie dijo nada.
Cuando salieron de la selva, no celebraron. No tenían fuerzas.
El teniente Méndez y el precio de la impunidad
Centroamérica fue una carretera infinita de abusos, estafas y hambre. En Panamá fueron detenidos dos días. En Costa Rica durmieron en una plaza. En Nicaragua les cobraron 100 dólares por cruzar un retén. En Honduras les robaron la mochila. En Guatemala un coyote los abandonó a mitad de la nada. En México, en Tapachula, conocieron el miedo policial.
Ángel trabajó una semana cargando sacos en un mercado para poder comprar pañales y un poco de arroz. Oriana pedía comida en los semáforos. Matías bajó de peso, lloraba poco, dormía mucho: señal de alerta para cualquier madre.
Ya en Honduras, fueron detenidos por un retén militar. Bajaron a todos del bus y apareció el Teniente Méndez, un hombre de panza firme, botas lustradas y cara de bulldog.
—Documentos— dijo sin saludar.
Ángel sacó los papeles, ya mojados por la lluvia del camino.
—¿Esto es un pasaporte o papel tualé? —se burló Méndez.
Oriana intentó intervenir:
—Mire, señor, llevamos días caminando, tenemos un bebé…
—¡Cállese, mamita! ¡Aquí habla el hombre!
Les exigieron 300 dólares para dejarlos seguir. Mariana entregó el anillo de compromiso. Ángel ofreció su reloj.
—Tomen lo que quieran, pero no nos separen— rogó.
Méndez sonrió como quien cobra por ver sufrir.
—Mírenlo bien, familia: esto es lo más barato que van a pagar en este viaje.
Y los dejó pasar.
Un hondureño del grupo les dijo por lo bajo: “Paguen, o se los llevan pa’ una finca donde desaparecen gente”.
El patrón Carranza, patrón del abuso
En Tapachula, México, encontraron a Don Carranza, un empresario gordo, bigotudo y con un perfume barato que olía a gasolina.
—Aquí trabajo hay. Pago en efectivo. Nada de papeles. ¿Les interesa?
Ángel aceptó sin dudar. Tres días cargando sacos de maíz en un galpón asfixiante.
—¿Y el pago? —preguntó Ángel al final del tercer día.
—¿Pago? ¿Qué pago? Tú eres ilegal, papito. No me jodas. Lárgate antes que llame a migración.
Intentaron reclamar, pero dos policías estatales en la puerta solo se rieron:
—Agradezcan que no los metimos presos.
Durmieron esa noche bajo un toldo, entre perros callejeros y bolsas de basura.
Aun así, siguieron. Cruzaron el río Bravo en la noche, agarrados de un neumático, con el agua hasta el cuello. El coyote les había prometido que era “un pase seguro”. Pero nada en esa ruta es seguro.
Estados Unidos: El oficial Hernández y la separación
Cruzaron el río Bravo de noche y Matías amarrado al pecho de Oriana. Pisaron el suelo gringo llorando. Duraron cuatro días en casa de un amigo de un primo. El mismo amigo les prestó un colchón inflable en un garaje. Ángel consiguió trabajo como ayudante de obra. Le pagaron en efectivo. Pensó: “Vale la pena el sacrificio”.
El quinto día, los detuvo la ICE (Inmigración de los EUA).
El agente que los abordó fue el oficial Hernández, un tipo blanco, fornido, de mandíbula cuadrada y cero paciencia, les hablaba en español, era latino.
—Separar familias. Es la norma— dijo en claro español.
—¡No, por favor, déjenme con mi hijo! —suplicaba Oriana.
—Usted al centro. Ella y el bebé, a otro lugar. Sentenció Hernández, mientras esposaba a Ángel frente a su familia.
El llanto de Matías quedó como un eco clavado en el pecho de su padre.
Pasó cuatro meses en un centro de detención en Arizona. Ángel no tuvo contacto con su familia. Comía frijoles fríos con arroz. Dormía en un piso de cemento, con una manta fina como papel. Escuchaba gritos por las noches. Algunos detenidos se autolesionaban. Otros intentaban suicidarse.
Un venezolano le susurró una vez:
—Aquí lo que quieren es que uno se rinda. Nada más.
El Salvador: el comisionado Reyes y el CECOT
Finalmente le anunciaron que sería deportado. Ángel creyó que volvería a casa. Pero no. Por “un error”, lo mandaron a El Salvador, directo al CECOT, una cárcel donde los derechos humanos son un chiste.
Comisionado Reyes, el director del centro, los recibió gritando:
—Aquí no hay derechos. Aquí hay disciplina. Si respiran fuerte, les quito el aire yo mismo.
Le raparon la cabeza. Le dieron un uniforme sin nombre. Le quitaron el nombre, el idioma y la esperanza.
En la celda solo había concreto. Una comida diaria. Prohibido hablar. Prohibido mirar. Prohibido soñar.
Escribía con carbón en la pared: “Oriana, Matías, estoy vivo”. A veces escribía canciones. A veces letras de Cancerbero. A veces nada.
Cuatro meses después un burócrata, después de mucha presión internacional del Gobierno venezolano, “descubrió el error”. Lo liberaron sin disculpas. Ni un “lo siento”.
Solo:
—Ya puede irse. No vuelva.
A Casa
Ángel volvió a Caracas como quien regresa del más allá. Tenía los ojos hundidos, las manos temblorosas y un nuevo propósito, bajó del avión, besó el suelo, abrazó a su mamá y se sentó a ver el Ávila desde una banca. El sol le quemaba la piel, pero era su sol. El ruido era suyo. El olor a arepa también.
Oriana y Matías seguían en Texas, en casa de una tía. Pero él… él ya no pensaba volver.
Se metió en una cooperativa de construcción popular, para hacerse su casa y traerse a sus dos amores. Estudió en la noche. Y fue casa por casa, liceo por liceo, contando su historia, se volvió activista en su comunidad. Y contaba su historia, una y otra vez, para que otros no repitieran su error.
Y al final de cada charla, dejaba la frase que lo había salvado, fue lo que escribió en una celda del CECOT, con el corazón hecho trizas:
“Mi hijo no va a soñar con rejas. Va a soñar con techos que se construyen con trabajo, con tierra firme y con nombre propio: Venezuela”.
Un año después, terminó su casa.
Un día, en medio del calor de la tarde, bajó un taxi. Oriana se bajó con una maleta. Matías, ya caminando solo, corrió hasta él.
Ángel lo alzó. Oriana lo abrazó. Y entre lágrimas, él les dijo:
—Esta casa es nuestra. La hice con estas manos, para que soñemos los tres juntos.