Falleció en Roma, a los 88 años, Jorge María Bergoglio, el Papa argentino que eligió el nombre de Francisco para su pontificado, en honor al pequeño fraile de Asís que eligió vivir en la pobreza para honrar el mensaje de Cristo.
“Nadie puede servir a dos señores; porque odiará a uno y amará al otro, o se apegará a uno y despreciará al otro. No se puede servir a Dios y a Mamón”. No se puede seguir al mismo tiempo al Dios del cielo y al dios del dinero (Mamón, según la tradición religiosa cananea), es decir, el lucro, la ganancia y la riqueza. Esto es lo que prescribe el Nuevo Testamento (Mt 6:24-34). Y esto es lo que predicaba Jorge María Bergoglio, que había elegido, no por casualidad, el nombre de Francisco para su pontificado, por primera vez en la historia del papado: el nombre de San Francisco de Asís, el fraile que en el siglo XIII predicó la pobreza, la paz y el cuidado de la creación.
Su voz, ya débil a causa de la enfermedad pulmonar que lo aquejaba, se apagó el 21 de abril, después de un último mensaje al mundo, pronunciado en Pascua en la Plaza de San Pedro. Tenía 88 años. El Cónclave lo eligió como el 266º Papa el 13 de marzo de 2013, alcanzando la mayoría esperada de dos tercios en la quinta vuelta de votación: el primer pontífice latinoamericano, nacido en Buenos Aires el 17 de diciembre de 1936, hijo de inmigrantes piamonteses y miembro de la Compañía de Jesús.
Su pensamiento no era similar al de la Teología de la Liberación, que situaba los valores de la emancipación social y política de los pobres en el centro de sus reflexiones, a partir de un análisis marxista. Aunque reconoció sus “significativos aportes”, Bergoglio criticó sus “desviaciones” ideológicas y su incapacidad para reformular, tras el colapso del “socialismo real”, una nueva creatividad radical. Un impulso que encontró más bien en la “teología del pueblo” del argentino Rafael Tello, que veía al pueblo como sujeto de la historia, cuyo legado cultural debía reflejarse en la pastoral eclesial.
Por esta razón, su pontificado no produjo reformas estructurales en la Iglesia, como las del Concilio Vaticano II, iniciado por el papa Juan XXIII el 11 de octubre de 1962 y concluido, de forma más mesurada, por Pablo VI el 8 de diciembre de 1965. Con la ironía que lo caracterizaba y que le permitía afrontar los numerosos ataques de los sectores más reaccionarios, Bergoglio bromeaba: “Algunos —decía— hicieron varios chistes: Deberías llamarte Adriano, porque Adriano VI fue el reformador, debemos reformar… Y otro me dijo: No, no: tu nombre debería ser Clemente. ¿Pero por qué? ¡Así te vengas de Clemente XIV, que suprimió la Compañía de Jesús!”. Y confesaba que durante cuarenta años había recitado una oración que concluía: “Dame, Señor, sentido del humor. Concédeme la gracia de entender los chistes, para que pueda tener un poco de alegría en la vida y poder contársela a los demás. Que así sea”.
Bergoglio no fue, pues, un radical de coherencia en la fe, como muchos religiosos que en Argentina sacrificaron su vida poniéndose del lado de los “últimos” y contra la dictadura cívico-militar de los años setenta. En ese tiempo, decidió enterrar la cabeza en la arena: como un hombre de la Institución. Una institución capaz de producir y gestionar las oscilaciones temporales necesarias a lo largo de los siglos según sus necesidades generales. La Iglesia, y aún un Papa que decide llamarse Francisco como el pequeño fraile de Asís, no podrán pues seguir hasta el fondo el mensaje evangélico de Cristo, que invita al rico a despojarse de todos sus bienes para aspirar al reino de los cielos y de la justicia.
Sin embargo, después de los dos pontificados reaccionarios –el del “Papa polaco” (Karol Wojtyla) y el alemán (Joseph Ratzinger) –, el Papa argentino dejó una impronta cultural sin precedentes en el Vaticano y marcó una fuerte discontinuidad. Venía de América Latina, el continente más desigual, pero donde todavía cuenta la comunidad, donde cuentan los orígenes solidarios y donde la pobreza clama en escándalo, incluso en el Vaticano.
Un cambio de estilo anunciado inmediatamente con la renuncia a muchos privilegios papales: al preferir una cruz de madera a los metales preciosos para el primer día de su pontificado, al definirse como “obispo de Roma” y no Papa, y en la elección de no residir en el Palacio Apostólico del Vaticano, sino en un apartamento en la Casa de Santa Marta. Y, posteriormente, en los actos que han caracterizado su pontificado: la crítica a la «globalización de la indiferencia», en defensa de los migrantes y de los excluidos, los congresos mundiales por una nueva globalización de los pueblos, la construcción de la paz a través del diálogo, la denuncia de la industria armamentística, y la defensa del planeta. Fue Bergoglio quien favoreció el viaje de Obama a Cuba, en contraste con el anticomunismo de su predecesor.
Inmediatamente después de la resistencia palestina del 7 de octubre, el Papa condenó la ofensiva sionista, calificándola de “la arrogancia del invasor que se impone al diálogo en Palestina”, y provocó la ira de Netanyahu. En algunas entrevistas, admitirá ser “peronista” y tener en el corazón la construcción de la Patria Grande soñada por Bolívar: aunque para la redacción de la encíclica Laudato si’ tendrá a su lado al cardenal Oscar Maradiaga, acusado de haber apoyado el golpe de Estado contra Manuel Zelaya en 2009.
Bergoglio asumió el pontificado ocho días después de la muerte del presidente venezolano Hugo Chávez. Nicolás Maduro, elegido para dirigir el país después del Comandante, fue a visitar a Francisco al Vaticano y le llevó una estatua de José Gregorio Hernández, el médico de los pobres cuya santidad se pedía: uno de los últimos gestos del Papa antes de morir.
Hoy, en nombre del Gobierno y el pueblo de Venezuela, Maduro recordó a Francisco como “un amigo sincero, como el Papa que impulsó con determinación la canonización del Dr. José Gregorio Hernández, símbolo de la fe del pueblo venezolano y puente espiritual entre nuestras luchas y nuestra esperanza”. Para Maduro, el Papa Francisco fue “un líder espiritual transformador, cuya voz clara y valiente denunció las desigualdades del sistema dominante y abogó por un mundo más humano, justo y profundamente solidario. Partiendo de su identidad latinoamericana, promovió una Iglesia comprometida con las causas de los pobres, la protección de la Madre Tierra y el diálogo entre culturas y religiones”. Un hombre de Dios “que no dudó en inquietar a los poderosos con la verdad del Evangelio”.
Es difícil decir, ahora, si el legado de Francisco podrá perdurar en la figura que ocupará su lugar, imponiéndose en la intensa batalla en curso por la sucesión entre progresistas y conservadores. Por ahora, en la Roma caótica, rapaz y negociante de este año jubilar, en la ostentación arrogante de los superricos, de los neofascistas y de los traficantes internacionales de muerte, el poder excesivo de Mammón parece constituir un atractivo incluso en el mundo de los excluidos.