Fue a través de María Gil, como supe de Fidel. Lo llamaba así: Fidel. Hablaba de él, como se habla de los amigos. Solo le ponía apellido cuando me decía: “Yo no escucho radio Continente, porque ahí hablan mal de Fidel Castro”, cosa de la que me cercioré directamente.
Lo describía como un hombre bueno, “y es mentira que come niños, porque los comunistas no comen niños como dicen los adecos”.
Preadolescente y luego de esa iniciación maternal, me infidelidé para siempre. El bloqueo ideológico de entonces, impedía tener fácil acceso a documentación pública sobre el barbudo, sus panas chivúos, el socialismo y el comunismo. Pero siempre, algo caía. En los barrios, bien se sabe sortear escollos como esos. Jorge Hernández, Cheo Espinoza, César Querales y otros más experimentados que yo (para no decirles veteranos), colectivizaban sus conocimientos y sus textos. El candelero del liceo con sus correspondientes manifestaciones antiimperialistas, se encargaron del resto.
Tuvo razón María: el carajo era bueno. Muy bueno. Y valiente parejo. Eso de asaltar un cuartel, entrompar a sus esbirros con armas primero y con la ley después, para regresar y poner de rodillas a un ejército completo contando apenas con doce hombres, es de cuatriboleados. Al carajo Superman y su interior rojo por fuera.
Tan bueno era, que tuvo la claridad martiana y bolivariana de encabezar la liberación de su pueblo. Fue de mis primeros mentores a larga distancia. Con él aprendí que el socialismo se construye a diario, en cada esquina y en cada acto; que la dignidad no se vende ni se negocia, así se muestre gigante el enemigo que tengamos al frente.
Con él aprendí que el poder no es para apretar las agallas ni los bolsillos, sino para rebanar la desigualdad hasta hacerla desaparecer.
Confieso que me amarga no haberlo entrevistado. Las preguntas quedaron crudas en el tintero, lo cual no quita que reconozca mi deuda hacia quien desde chamo me enseñó a entender el sentido de la vida. Gracias Fidel, como te decía María.
Ildegar Gil / Redacción Web