Por: Harim Rodríguez D´Santiago
En los últimos años, la industria musical ha emprendido una especie de campaña silenciosa: alejar a los jóvenes de la música creada por verdaderos músicos, aquellos formados en la academia, que dominan la teoría, la armonía y la poesía.
En su lugar, les ofrece productos sonoros diseñados para activar los instintos más básicos del cerebro reptiliano, donde privan el ritmo repetitivo, el bajo impacto intelectual y la normalización de conductas destructivas. No es casualidad. Es un negocio cuya función es mantener a las nuevas generaciones en un estado de adormecimiento, incapaces de apreciar melodías complejas, letras profundas o mensajes que estimulen su creatividad y pensamiento crítico.
El reguetón y el trap no son simples géneros musicales; son herramientas de condicionamiento social. Sus letras, cargadas de violencia, cosificación de la mujer, apología del narcotráfico y una deliberada deformación del idioma castellano, son características que no son accidentales. La estrategia comercial es clara, busca explotar los impulsos más primitivos del ser humano: el sexo sin afecto, la agresividad sin propósito y el consumo sin reflexión.
La industria insiste en promover estos ritmos porque son fáciles de producir, requieren mínima habilidad musical y generan adicción auditiva. Un loop de tres acordes, un estilo pegajoso y una voz autotuneada son suficientes para crear un “éxito”.
Mientras tanto, compositores y músicos formados en conservatorios luchan por ser escuchados en un mercado que premia la mediocridad, castiga la excelencia y si no me creen pregúntenle al “fenómeno” que llaman Bad Bunny. Es la negación a generaciones enteras de canciones hechas por músicos de verdad.
Siendo el español una de las lenguas más ricas del mundo, estos ritmos lo reducen a frases vulgares, rimas pobres y sintaxis destrozada. Las nuevas generaciones, incluso aquellas que se forman en gobiernos progresistas, en lugar de heredar la poesía de Silvio Rodríguez, repiten consignas vacías que glorifican el dinero fácil, el desprecio por el estudio y la vida fácil. Queda claro que a la industria no le interesa formar oyentes cultos, sino consumidores dóciles. Un joven que piensa, que cuestiona, que exige calidad artística, no es un buen cliente.