En la lucha de clases global, el discurso de los derechos humanos ha emergido como una de las armas ideológicas más eficaces del imperialismo para justificar su injerencia en los asuntos internos de las naciones soberanas, especialmente aquellas que, como Venezuela, Cuba y Nicaragua, han desafiado el orden capitalista. El marxismo enseña que los derechos humanos no son conceptos universales y ahistóricos, sino que surgieron en un momento específico: con la revolución burguesa. Por ello, reflejan intrínsecamente valores e intereses de la clase dominante, como la propiedad privada y la libertad de comercio.
Por esta razón, mientras en los países capitalistas, cuyo modelo se basa en la explotación del trabajo por el capital, se violan los derechos básicos, se acusa a los países socialistas -que defienden esos derechos- de ser dictatoriales y opresores. El uso de esta narrativa revela un doble rasero flagrante. El imperialismo occidental, liderado por Estados Unidos, es cómplice y promotor de masivas violaciones de los derechos humanos en todo el mundo, desde las guerras de agresión en Medio Oriente hasta apoyo a los regímenes dictatoriales que garanticen su acceso a recursos naturales, y respalden el genocidio en Palestina.
Sin embargo, estas violaciones son sistemáticamente ignoradas por los medios de comunicación hegemónicos y los organismos internacionales controlados por el capital. En contraste, cualquier incidente, real o fabricado, en un país socialista es magnificado y utilizado para construir un caso a favor de sanciones económicas, bloqueos o, en última instancia, una intervención militar.
En este contexto, las ONG que operan en los campos de “derechos humanos” y “democracia”, se convierten en punta de lanza del imperialismo. Es bien sabido que, lejos de ser entidades apolíticas e independientes, muchas de ellas reciben financiamiento directo de agencias estatales norteamericanas, o de fundaciones privadas con intereses geopolíticos. Ellas actúan como un caballo de Troya, infiltrándose en la sociedad civil y creando una red de oposición interna. Sirven para construir un relato funcional a los objetivos imperialistas: legitimar la intervención y desmantelar el Estado.
Por esto, ciertas ONG recopilan y difunden «información» que denuncia violaciones de derechos humanos, a menudo sacada de contexto o directamente inventada, para generar una percepción internacional de caos y tiranía. Proporcionan la justificación moral y la cobertura legal para que los gobiernos imperialistas apliquen “sanciones”, congelen activos o financien golpes de Estado.
Como estamos viendo con Venezuela, presentan un «Estado fallido» o «narcoterrorista» para aniquilar cualquier posible defensa internacional y preparar a la «opinión pública» a aceptar las agresiones imperialistas. Buscan debilitar las instituciones del Estado nación, para que este no pueda defender su soberanía frente al capital transnacional.
El caso de Venezuela es un ejemplo paradigmático. Tras la llegada al poder de la revolución bolivariana, que nacionalizó industrias estratégicas y puso los recursos del país al servicio del pueblo, el imperialismo activó su aparato de propaganda. La narrativa de una «crisis humanitaria» se construyó a través de informes de ONG y reportajes mediáticos, sirviendo como pretexto para la imposición de “sanciones” asfixiantes.
Estas sanciones, que han causado un sufrimiento inmenso a la población, son la verdadera y masiva violación de los derechos humanos; aunque se presenten como un «castigo» a los gobernantes del proceso. El objetivo no es la democracia, sino el control de las vastas reservas de petróleo, oro, etcétera.
En última instancia, tenemos que tener claro que el discurso de los derechos humanos, cuando lo esgrime el imperialismo, no tiene nada que ver con la defensa de la vida o la libertad, sino con la defensa de los intereses de la burguesía. La lucha por los derechos humanos genuinos es, y siempre ha sido, parte de la lucha del proletariado contra la explotación y el saqueo capitalista.