«Cuando un hombre quema vivo a otro hombre
un perpetuo océano desértico y verde pus emerge y
todos los hombres se espantan,
pues ese hombre está abriendo, para sí y para cuantos, las puertas batientes del infierno.
Cuando un hombre quema a otro hombre vivo
todas las madres del mundo, las vivas y las muertas, no resisten la necesidad de llorar.
por el torturado pero, sobre todo, por el torturador.
Pues saben que en el fondo, todo torturador, sin saberlo, atormenta y tortura para siempre su alma.
Cuando un hombre quema a otro hombre vivo
un infinito océano de hongos venenosos aparece y
el cielo tiembla y se encrespa.
—Pero nadie quema vivo a un semejante sin cómplices, siente Dios.
—Nadie quema vivo a un semejante sin cómplices, repite para sí de nuevo.
—Nadie quema vivo a un semejante sin millares y millares y millares de cómplices.
Quienes gozan, ovacionan o se agradan ante la quema infinita de un infinito hombre vivo son los más perfectos verdugos.
Y Dios lo mira y lo duele.
Dios escudriña con detalle y dolor perfecto a sus más pobres hijos, los torturadores.
Y a los pulcros maestros de torturadores
que invariablemente evitan aparecer en escena.
Luis Delgado Arria