En el relato internacional, Venezuela ha sido colocada —particularmente por las administraciones estadounidenses— como un “Estado forajido”. Donald Trump, en sus años de presidencia, llegó a acusar al gobierno venezolano de ser el centro del llamado “cártel de los soles”, insinuando que altos funcionarios estarían detrás de la producción y tráfico de drogas hacia Estados Unidos. Sin embargo, las investigaciones independientes y los propios reportes de la ONU evidencian otra realidad: la mayor parte de la producción de drogas proviene de territorios donde la DEA opera con poder e incidencia directa, como Colombia o México, desde donde la cocaína fluye hacia el norte.
La paradoja es evidente: se acusa a Venezuela de ser epicentro del narcotráfico, cuando en realidad son los mercados de consumo de Estados Unidos los que alimentan la cadena, y los países tutelados por la DEA los que sostienen la producción. El discurso de Trump no es una política antidroga, sino una política bélica, diseñada para justificar sanciones y posibles intervenciones bajo la máscara de “lucha contra el crimen organizado”.
Lecciones de países intervenidos
La historia reciente ofrece ejemplos contundentes de lo que significa estar en la mira de Washington. Panamá, en 1989, fue invadida con el pretexto de capturar a Manuel Noriega, acusado —curiosamente— de narcotráfico, a pesar de haber colaborado años antes con la CIA. La operación dejó miles de muertos civiles y un país fracturado socialmente.
Cuba ha sufrido décadas de bloqueo económico tras resistir la intervención militar de Bahía de Cochinos (Playa Girón) y el embargo que aún pesa como arma de guerra silenciosa.
Afganistán fue ocupado durante veinte años en nombre de la “lucha contra el terrorismo”, pero terminó convertido en un territorio devastado, con un aumento exponencial en la producción de opio bajo la ocupación internacional.
Palestina e Irán muestran la otra cara: pueblos que, en medio de hostilidades, sanciones y bloqueos, han creado mecanismos de resistencia social, cultural y militar que les permiten sostener su identidad frente a la presión extranjera.
Estos ejemplos son espejos en los que Venezuela debe mirarse: no para repetir sus tragedias, sino para aprender a evitar que el discurso de “seguridad hemisférica” termine en una intervención directa.
La sociedad como núcleo de resistencia
La gubernamentalidad en tiempos de guerra, no es solo un asunto de tanques y uniformes. Es un proceso donde la sociedad civil aprende a sobrevivir, organizarse y mantener la vida en medio de la hostilidad. Esto significa, por ejemplo:
- Escuelas con nuevos contenidos: niños que, además de matemáticas y lengua, aprenden primeros auxilios, defensa civil, organización comunitaria y orden cerrado como parte de su formación.
- Comunidades organizadas: brigadas barriales capaces de responder a emergencias, distribuir alimentos en contextos de bloqueo, y defender su territorio frente a la desinformación o sabotaje.
- Formación militar ligera para la población: no para sustituir al ejército, sino para reforzar el sentido de defensa colectiva en escenarios de intervención.
Estas no son medidas de retórica, sino de supervivencia. Así como los palestinos han aprendido a mantener la vida cotidiana en medio de la ocupación, o como los cubanos han diseñado sistemas alternativos de salud y educación pese al bloqueo, Venezuela debe preparar a sus ciudadanos para vivir en condiciones hostiles sin perder la cohesión nacional.
La verdadera batalla: narrativa y soberanía
Lo que está en juego no es solo el control territorial, sino el relato internacional. Mientras Trump acusa a Venezuela de ser un “narco-Estado”, las cifras muestran que la crisis del narcotráfico es, en realidad, una crisis por el consumo en Estados Unidos y una consecuencia de la injerencia de la DEA en los países productores.
Por eso, la gobernabilidad en tiempos de guerra exige una estrategia doble:
- Resiliencia interna, mediante políticas sociales que enseñen a la población a sobrevivir y organizarse.
- Defensa narrativa, desmontando los discursos que criminalizan al país y lo colocan como justificación de políticas bélicas.
En definitiva, la guerra que enfrenta Venezuela es tanto material como simbólica. Y en ambas, la clave será la unidad social y la capacidad de reinventar la vida cotidiana frente a la hostilidad extranjera.