La realidad le está ganando la partida a Donald Trump. En 100 días de mandato, el presidente que llegó para refundar Estados Unidos ha descubierto que quien realmente tiene que cambiar es él. Vertiginoso y exagerado, el multimillonario se ha enfrentado a un sistema mucho más poderoso que la Casa Blanca y, empujado por sus propios errores, ha sufrido derrotas humillantes. Pero no ha caído. Ni mucho menos. Pese a tener la valoración más baja de un presidente en los tiempos modernos (43%), Trump resiste y las encuestas indican que, gracias a un electorado extremadamente fiel, hoy volvería a vencer en las elecciones.
Trump aprende. El empresario que a lo largo de su vida se reconstruyó tantas veces como fue necesario está mudando de piel. No es un giro radical, pero sí un cambio dirigido a asegurarse la supervivencia política y concurrir a un segundo mandato. Él mismo ha reconocido en entrevistas que gobernar no es como creía. “Pensé que sería más fácil. Es diferente a llevar una empresa, aquí se necesita corazón, en los negocios no”, ha confesado. Y a más de una visita y amigo le ha sorprendido preguntándole sobre la idoneidad de sus colaboradores y la mala imagen de su Gobierno.
Creíble o no, la mutación ha tenido efectos. El hombre que abominó del islam, humilló a los mexicanos y dio alas al aislacionismo más feroz ha bajado el tono. Mantiene sus promesas, algunas en carne viva, como las deportaciones y el muro, pero en muchos frentes ha retirado la dinamita. “Ha dejado atrás su posiciones más controvertidas pero no sabemos bien a dónde se dirige”, señala el catedrático de Historia de Princeton Julian E. Zelicer.
“Más que moderarse, está encarando los límites del poder presidencial, muchos de sus objetivos de campaña dependen del Congreso y para ello tiene que negociar, usar el poder de persuasión, no la amenaza”, explica Shanon O’Neil, del Consejo de Relaciones Exteriores.
La nueva narrativa ha incorporado un elemento que Trump desechó en su campaña: la realidad. La OTAN ha dejado de ser obsoleta, para convertirse en un instrumento necesario. China ya no es el enemigo a batir ni un manipulador de moneda sino un socio que puede ayudar a resolver la crisis de Corea del Norte. El régimen sirio, antes intocable, ha sido bombardeado por primera vez en seis años de conflicto. Incluso el acuerdo nuclear con Irán y el Tratado de Libre Comercio, que Trump definió como los “peor jamás negociados”, han sido absorbidos por su Administración.
Las variaciones sobre la partitura electoral son múltiples. En algunos casos se trata sólo de matices, otros entrañan movimientos telúricos. Pero todos tienen como origen la experiencia del fracaso. La pesadilla de Trump. Esa de la que tanto se ha burlado cuando tocaba a otros. “Amo a los perdedores porque me hacen sentir bien conmigo mismo”, escribió en El arte del acuerdo.
Llegar a este punto no ha sido fácil. Su irrupción en la presidencia puso al mundo en guardia. El nuevo presidente, cegado por la victoria, hizo todo lo posible por dar la razón a sus enemigos. Intempestivo y megalómano, desbordó los límites de la Casa Blanca. Sacudió al planeta con casi un millar de tuits y acompasó su ritmo cardiaco a los informativos de la derechista cadena Fox. Pero cuando le tocó lidiar con los hechos, cayó de bruces. El muro con México no encontró presupuesto. Su veto migratorio fue paralizado dos veces por los tribunales. Y la reforma sanitaria, su primera gran prueba parlamentaria, la tuvo que retirar al no lograr el apoyo de la mayoría de su partido.
El sistema que él tanto ha denostado le mostró los dientes y, aún más, emprendió el contraataque. El FBI y dos comités parlamentarios tienen abiertas investigaciones para delimitar su implicación en la trama rusa. Y la presión de los medios, a los que él no ha dejado de insultar, ha logrado derribar a su consejero de Seguridad Nacional e inmovilizado parcialmente a su fiscal general. “Ha llenado sus 100 días de órdenes ejecutivas, turbulencias y la retórica más bronca, pero no ha logrado legitimidad”, resume el profesor Zelizer.
(Fuente: El país)