El decadente imperio británico se relegitima mostrando, sin vergüenza alguna, toda la riqueza de la que ha despojado a otras naciones
La coronación de Carlos III, ha sido un típico acontecimiento en el que confluyen la geopolítica y la farándula. Una historia demostrativa del modo cómo funcionan las monarquías europeas: reforzando los inauditos privilegios de una clase social anacrónica y ociosa y, a la vez, legitimando los saqueos y abusos que esos “reinos” han perpetrado a lo largo de su historia.
La opulencia y la ostentación de fabulosas riquezas funcionan como un complejo sistema de símbolos para perpetuar la dominación de un modelo político decadente y corrupto.
Los actos, cargados de lujo y grandiosidad, se llevaron a cabo mientras buena parte del pueblo británico sufre una grave crisis económica, reflejada en alta inflación, escasez de productos básicos y huelgas en diversos sectores.
Ha sido esa población devastada la que ha pagado con impuestos y presupuesto público los costos de la entronización de Carlos III.
Símbolos de poder
El vetusto rey se sentó en un trono de más de 700 años de antigüedad; vistió una túnica de dos siglos, confeccionada con hilos de oro; fue ungido con un aceite calificado como sagrado, utilizando una cuchara del siglo XII; y se le entregó un orbe, una esfera, que representa una autoridad que se considera proveniente de Dios, mediante la cual el reino británico ha hecho y deshecho en todo el planeta.
También le entregaron un cetro, emblema de un poder que no ha requerido de la búsqueda de voto alguno ni de ningún mérito específico. El arzobispo de Canterbury le puso la corona de San Eduardo, una pieza de más de 350 años, hecha de oro macizo y adornada con incrustaciones de rubíes, amatistas, zafiros, granates, topacios y turmalinas.
Y aquí surge una de las características más destacadas de este tipo de actos que parecen faranduleros, pero son geopolíticos: todo el mundo (literalmente hablando) sabe que esos metales y piedras preciosas son fruto de la expoliación colonial y de la piratería practicada por Gran Bretaña durante siglos. Pero, mediante un perfeccionado mecanismo de manipulación y proyección de imagen, ese origen delictivo de las riquezas no es objeto de repudio general, sino de admiración y respeto.
Para condenar tales ceremonias bastaría con poner el foco en ese aspecto de los minerales saqueados a países colonizados o rapiñados en altamar a otras potencias coloniales (que se los habían robado en Asia, África o América). Pero es que, además de esquilmar las riquezas de esas naciones y regiones, la monarquía británica cometió grandes genocidios, comparables en número de fallecidos, con el Holocausto de los nazis.
La habilidad del Reino Unido para lavar su imagen ha sido tan impresionante que Winston Churchill, el gobernante a cargo de una de estas terribles matanzas, (la hambruna provocada en Bengala, India en 1943, que mató entre 1,5 y 3 millones de personas), pasó a la historia como un elegante estadista, flamante ganador de la Segunda Guerra Mundial y dueño de un refinado sentido del humor.
Una ceremonia “moderada”
Tratando de no retar demasiado a su buena suerte, la familia real evitó esta vez algunos excesos. Por ejemplo, Camila, la reina consorte, no portó en su corona el diamante Koh-i-Noor, que fue sustraído de la India durante el dominio británico y es un símbolo claro del saqueo colonialista.
Otros países también están reclamando la propiedad de «las joyas de la corona», como es el caso de Sudáfrica, a la que se le robó uno de los diamantes más grandes y hermosos del mundo.
Muchas son las naciones víctimas del pillaje inglés, y no solo en esos tiempos remotos en los que fue el principal imperio global, sino también actualmente. En Venezuela lo sabemos porque el mismo reino depredador que nos despojó del territorio Esequibo mediante un laudo amañado en 1899, nos está robando hoy 32 toneladas de oro, a través de la trampa del interinato.
El repudio a la élite de un país con estas características debería ser unánime, pero, muy por lo contrario, buena parte de las clases medias del resto del mundo vive embelesada por los signos exteriores de la riqueza malhabida de esta “nobleza” y consume los relatos periodísticos acerca de sus vidas, sus alardes, sus miserias y sus escándalos, como si se tratase de artistas de cine o deportistas famosos.
Acá, en Caracas, aparte de acaparar la atención televisiva y de redes, se realizó una actividad cultural (patrocinada por la alcaldía se Baruta) en honor al «nuevo» rey, un gesto que habla de la visión neocolonizada que prevalece en las zonas de ingresos medios en nuestras ciudades y pueblos.
El asunto de la autodeterminación
Coronar a un rey en pleno siglo XXI luce como un anacronismo. Y las monarquías no hacen ningún esfuerzo por ocultarlo. Antes bien, se empeñan en recalcar los detalles más obsoletos para darle valor a la historia y a la tradición.
Cuando alguien eleva una voz crítica respecto al autoritarismo implícito en las estructuras del poder monárquico, lo silencian con el argumento de que el pueblo de esos países se ha dado esa forma de gobierno, que los habitantes están muy orgullosos de ser súbditos y no ciudadanos. Es decir, se apela al principio de autodeterminación.
Significativamente, esas mismas monarquías les niegan tal derecho a los pueblos que han escogido formas de gobierno no autorizadas por el poder hegemónico. Exigen que los países menos poderosos hagan elecciones en nombre de una democracia que ellos, en rigor, no practican.
Con actos que parecen faranduleros, pero son geopolíticos, siguen ejerciendo su dominio.