¿Por qué la Unión Europea (UE) renovó las medidas coercitivas unilaterales contra Venezuela, justo cuando en uno de sus países principales, Francia, se estaban reanudando las conversaciones entre el gobierno constitucional y el sector opositor que pretendió derrocarlo bajo el formato alocado del interinato?
La respuesta es sencilla: porque al bloque internacional, encabezado por Estados Unidos y secundado por la UE ya no les queda más nada, en materia de armas de negociación, que esas ilegales medidas. Solo renovándolas podían aparentar alguna fortaleza en esta mesa de diálogo en la que los dirigentes opositores venezolanos no son más que muñecos de ventrílocuo.
Una Europa que está empezando apenas a experimentar las consecuencias del efecto bumerán de medidas coercitivas unilaterales similares aplicadas a Rusia, hace esfuerzos por encontrar aliados en otras partes del mundo, inclusive entre los países que durante los últimos años han tratado con un desprecio manifiesto.
En el prólogo del que podría ser el peor invierno desde los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, en particular para las masas de trabajadores empobrecidos, el Viejo Continente se ha dado cuenta de que en el conflicto con Ucrania no han sido más que tontos útiles de Estados Unidos y, tal vez por eso, han comenzado a desligarse muy tímidamente de algunas de sus líneas de política exterior.
Así, el mundo presenció el encuentro en Egipto del presidente Nicolás Maduro con su homólogo francés, Emmanuel Macron, en el que, para empezar, el galo lo reconoció como jefe de Estado, algo que durante casi cuatro años –y por mandato de Washington– se han negado tercamente a hacer los obsecuentes mandatarios europeos.
Después de esa conversación, se produjo la reunión de París, en la que participó, en representación de Maduro, el presidente de la Asamblea Nacional, Jorge Rodríguez, y por el sector de la oposición ya especificado, el dirigente Gerardo Blyde, acompañado de otros personajes de ese segmento de la derecha.
De manera paralela, la UE decidió renovar las llamadas “sanciones” contra Venezuela, lo que fue reclamado como una señal contradictoria por el gobierno venezolano. En algunos análisis, en cambio, se le ha interpretado como expresión de la extrema debilidad del bloque que integran estos países del Norte global, las oligarquías de las naciones del vecindario latinoamericano y los actores radicales de la derecha doméstica.
En realidad, renovar las coerciones indica que ellas son lo único que les queda y ya están muy debilitadas, pues no cumplieron un objetivo que se suponía iban a lograr apenas unos meses después de ser implantadas: hacer que el pueblo venezolano, atosigado por las necesidades más elementales, se volcara a la guerra civil y así quedara justificada la intervención extranjera para imponer un gobierno títere.
La población, sin distingos políticos, logró resistir las agresiones genocidas, y el gobierno ha tenido avances en la difícil tarea de hacer ver al mundo que esas medidas no son más que acciones extorsivas que deberían ser inadmisibles y repudiadas por el Derecho Internacional.
Situación de rehenes
Aplicar medidas coercitivas unilaterales contra un país para forzarlo a tomar determinadas decisiones o a cambiar su forma de gobierno es lo más parecido a una situación de rehenes en la que una de “las partes” le pone a la otra una pistola en la sien. No hay, en estricto sentido, nada democrático en ese tipo de “negociación”.
Viéndolo desde el lado frío de la técnica de negociación (aplicable a estos temas internacionales o a cualquier situación laboral o social), si la contraparte del gobierno venezolano hubiese levantado las “sanciones” antes de las conversaciones, habría llegado a la mesa, como suele decirse, “con una mano delante y otra atrás”.
En los primeros meses de 2019, la comparación de fuerzas era favorable a Estados Unidos y sus satélites y marionetas, pues habían logrado crear un clima adverso al gobierno del presidente Maduro, mediante poderosas matrices de opinión sobre la crisis humanitaria y estimulando un inédito éxodo de venezolanas y venezolanos hacia países cercanos y lejanos. Los efectos del bloqueo, la guerra económica, la hiperinflación inducida y la escasez de productos básicos era un caldo de cultivo del que podían esperarse los peores resultados.
En ese clima, los factores de la derecha se dieron incluso el lujo de negarse a negociar y Estados Unidos, siguiendo los pasos de su receta para el golpe de Estado (suave o duro) saboteó todas las rondas de conversaciones que se dieron en ese tiempo.
Esa actitud de apretar hasta asfixiar a la presa la mantuvieron Washington y sus secuaces internacionales y locales incluso durante los angustiosos días de la pandemia. No tuvieron asomo de piedad a la hora de bloquear las compras de vacunas e insumos médicos, poniendo en riesgo a la población toda, en particular a los más vulnerables.
Circunstancias geopolíticas como las derivadas de la guerra proxy en Ucrania ayudaron a que cambiaran los vientos para Venezuela. Demostrando una vez más que las potencias capitalistas no actúan movidas por principios éticos, sino por conveniencias, empezaron a borrar sus discursos difamatorios contra Maduro, pensando en echar mano, desesperadamente, de los recursos energéticos de Venezuela.
Pero, más allá de esos hechos de coyuntura (por lo demás, propiciados por el mismo Estados Unidos y tolerados por Europa), la razón principal de la derrota del plan de “cambio de régimen” (eufemismo por derrocamiento) ha sido la indoblegable dignidad del pueblo venezolano, su disposición a resistir los embates inmisericordes de la camarilla más poderosa del planeta.
Es por eso que, ahora, esa pandilla está negociando en inferioridad de condiciones, enarbolando sólo la desprestigiada y criminal bandera de las “sanciones”, es decir, aferrada a un clavo ardiendo.