La imagen se ha reproducido una y mil veces como símbolo de los tiempos que corren. A la salida de una tienda departamental saqueada por una multitud plebeya, un joven carga sobre sus espaldas una enorme pantalla nueva. Con esa pantalla se cobra el agravio de ser menesteroso en un país en el que serlo es no solo una tragedia material sino el símbolo de una derrota social.
Instalados en la fiesta perpetua del consumo, los señores del dinero ostentan su fortuna sin recato. Exhiben sus lujos sin pudor alguno, como evidencia material de su éxito en la vida. Y, los parias, sin boleto de entrada al espectáculo del dispendio, miran el boato y la opulencia de los poderosos desde sus humildes viviendas a través de la vitrina de los programas de televisión. Hasta que les llega la oportunidad de tomar su revancha.
Con esa pantalla, su nuevo propietario tiene la ilusión de que se ha logrado colar al festín de los ricos. Cosecha de la rapiña, dos o tres veces más grande que los casi 10 millones de televisiones que el gobierno federal regaló con el pretexto del apagón analógico en 2015, su nuevo bien no compromete ni su voto ni su lealtad, como sucedió durante los comicios de ese año.
Ese televisor, es también, su personal desquite ante el atraco sin fin de los políticos. Si los ex gobernadores de Veracruz, Chihuahua, Quintana Roo, Coahuila y Nuevo León desfalcaron las arcas estatales sin sufrir por ello castigo alguno, ¿por qué no quedarse con un bien sin tener que pagar por ello?
Esa pantalla la obtuvo quebrantando la ley. Pero ¿acaso no lo hacen así los de arriba? La arrebató en un golpe de suerte y de audacia, en un acto de rabia y rencor acumulados durante años, que el gasolinazo destapó de golpe…
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Luis Hernández Navarro/ Redacción Web.