De las sombras aparece Edmundo, El Sucesor, oscuro títere gobernado por una marioneta de rancia alcurnia. Y si bien, cosa curiosa, los hilos del primero los mueve la segunda, ambos muñecos responden a los mandos de un solo dueño: el perverso Tío Sam.
Que un extraño en su tierra sea promocionado por una potencia extranjera deseosa de controlar un territorio no es nada nuevo. La humanidad hace rato inventó el agua tibia. Hay ejemplos de sobra, como cuando los imperialistas franceses mandaron a México a Fernando Maximiliano José María de Habsburgo-Lorena para que, convertido en el emperador Maximiliano I, gobernara el país azteca. O como cuando, tras la invasión de Estados Unidos a Afganistán en 2001, se sacara de la manga a un dócil Hamid Karzai, para colocarlo en la presidencia de esa nación.
Pero lo novedoso del caso venezolano es la utilización de la figura del subarriendo para hacer política, expresión de última generación del capitalismo electoral o muestra desesperada de una potencia que no logra entender el comportamiento de la sociedad venezolana.
Residenciado en Miami, Florida, Estados Unidos, es el candidato ideal de quienes consideran esa ciudad como el santuario del anticomunismo. De lo poco que se conoce de su trayectoria, los portales de oposición han destacado sus cargos de embajador en Argelia (1991-1993) y Argentina (1999-2002). Pero han soslayado el hecho de haber sido ministro consejero en la Embajada de Venezuela en El Salvador, durante los años de la guerra civil, cuando el gobierno de Luis Herrera Campins, marcó un precedente vergonzoso al intervenir en apoyo del gobierno genocida de Salvador Duarte, político socialcristiano consentido de Ronald Reagan y la Agencia Central de Inteligencia.
Otra de las credenciales democráticas de El Sucesor, poco resaltadas por medios de comunicación y redes sociales afines a su causa, es la de haber apoyado el golpe de Estado del 11 de abril de 2002, cuando paradójicamente, se borraron del mapa todos los poderes públicos, las garantías constitucionales y hasta el nombre oficial de la nación.
Por supuesto que hasta ahí no llega el currículo vitae de vida del señor, también, como socio de la fenecida Mesa de la Unidad Democrática; y ahora como accionista de la Plataforma de la Unidad Democrática, ha sido promotor de que no haya gasolina ni gas; ni alimentos, ni medicinas, ni agua, ni electricidad, ni internet, ni reservas internacionales y pare usted de contar. Tal vez todo eso se resume en lo que imbuido en la filosofía de Javier Milei, es lo que llama “la libertad definitiva”.