Hoy, cuando se festejan 65 años de la caída de la dictadura encabezada por el General Marcos Pérez Jiménez, quien de aliado pasó a huérfano del Pentágono al dejar de serle útil, resulta apropiado recordar el impacto que este hecho histórico tuvo en el negocio de la explotación de los hidrocarburos en nuestro país.
El dictador tachirense llegó al poder con el aval de la Casa Blanca, poder que también permitió su caída años después. Su ascenso y consolidación como residente en Miraflores muestra dos grandes momentos:
El derrocamiento del presidente Isaías Medina Angarita en 1945, acción en la que el factor petrolero y la participación estadounidense son parte de la trama, junto con la aparición de una nueva casta militar y la participación, como socios de tal aventura, de Rómulo Betancourt y una fracción de Acción Democrática.
Y el golpe de Estado en contra del Presidente Rómulo Gallegos, en 1948, movimiento en el que el oro negro y la intromisión de Washington también fueron elementos fundamentales.
Señalan algunos autores que Pérez Jiménez trató de resolver el creciente déficit fiscal en el que incurrió su gobierno con la entrega de nuevas concesiones petroleras. El problema en el desbalance de las cuentas públicas se habría originado en buena medida por los grandes gastos relacionados con la construcción de gigantescas obras públicas y de fuertes inversiones en infraestructura en sectores estratégicos como hidroelectricidad, siderúrgica y petroquímica.
Entre 1956 y 1957 se entregaron cerca de 821 mil nuevas hectáreas a distintas compañías petroleras extranjeras, la mayoría estadounidenses. El detalle en este caso es que del total de tierras entregadas las tres grandes transnacionales que dominaban el negocio de la extracción y comercialización del crudo venezolano (Creole Petroleum Corporation, Shell de Venezuela y Mene Grande Oil Company) solamente se quedaron con aproximadamente 43 por ciento del total ofertado, hecho que pudo haber pesado para que más tarde el gobierno de Dwight Eisenhower lo dejara en el aire. Hasta el mismo Juan Pablo Pérez Alfonso habría señalado que “las nuevas concesiones fueron las que lo tumbaron”.
La antipatía de las todopoderosas petroleras se sumó a la molestia del empresariado criollo (constructores, banqueros y demás contratistas) que comenzó a resentirse debido a los retrasos de los pagos de obligaciones públicas. También entraron en estado de alarma los tenedores extranjeros de papeles de deuda estatal. Todo esto, sin duda, incidió en el retiro del apoyo norteño a un dictador que por años fue fiel peón en la cruzada estadounidense contra todo lo que fuera o pareciera comunista. Sin embargo, en esa tarea lo relevó, casi inmediatamente, el citado Betancourt, otro campeón
del imperio, padre del dañino pero muy bien promocionado “fifty-fifty”.
Esa fórmula fue producto de un pacto secreto alcanzado por el gobierno de Rómulo Betancourt y Acción Democrática con las compañías petroleras estadounidenses, tras el derrocamiento del presidente constitucional Isaías Medina Angarita, como una especie de freno a las mejoras del marco legal promovidas por este último en 1943.
Pérez Jiménez la mantuvo sin cambios y la misma estuvo en vigencia hasta que el presidente provisional de Venezuela, Edgar Sanabria, reformara en diciembre de 1958, sin previo aviso y por sorpresa, la Ley de Impuesto sobre la Renta y elevara la participación del Estado en la renta proveniente de la explotación del recurso natural en al menos 66,34 por ciento, para desconcierto y disgusto de los representantes de las compañías petroleras extranjeras.