Por: Fernando Buen Abad
Decir mal es como no decir o como decir lo contrario a lo que se desea.
La historia de las luchas humanas, especialmente de las luchas revolucionarias, ha estado a expensas de una variedad de «filtros» ideológicos, de léxicos paupérrimos y jaleos mediáticos (jamás ingenuos) sobre los que siempre es bueno tender mantos de dudas o de francas sospechas. ¿Traduttore, traditore?
Una herramienta, no ontológica, muy útil para el ejercicio de la autocrítica, bien pudiera comenzar por preguntarse: ¿Quién soy para contar esta historia? ¿Qué me habilita, qué me da el derecho, desde dónde la cuento y al servicio de qué intereses? Incluso es recomendable interrogarse: ¿Tengo el vocabulario, la destreza técnica, las habilidades pertinentes y los dispositivos creativos para huir del tedio, la rutina, los estereotipos, las repeticiones y los plagios? ¿Tengo sentido del humor y sentido de la proporción asociados al sentido del ridículo?
No importa si se trata de escribir poemas, novelas, cuentos, telenovelas, radionovelas, ensayos, reportes científicos o películas. La pregunta «dura» es: ¿Está mi relato a la altura de la historia? Responda primero lo más difícil.
Victimados como nos tienen la ignorancia y la no poco pésima educación que hemos recibido en materia de semántica, sintáctica e interlocución; aporreados por todos los vicios «didácticos» que nos transfiere el empirismo de quienes nos enseñan mal —la teoría y la práctica; acorralados por los miles de modelos narrativos acartonados y por la dictadura del mercado que imponen estereotipos estéticos a mansalva y normas aberrantes para «gustarle» al público—, la producción de nuestros relatos se debate en linderos en los que siempre es más fácil errar que anotarse triunfos. Y por colmo en orfandad casi total de autocrítica.
Desespera ver (o escuchar) cómo sucumben las mejores intenciones en garras de las frases hechas, en garras de los planos obsecuentes, en manos del facilismo, la egolatría, el individualismo y la charlatanería. Da rabia ver que el empirismo carcome una inmensa cantidad de relatos mientras, también, la arrogancia pudre el trabajo y lo ahoga en subjetivismos que inventan realidades con toda impunidad. Sálvense las excepciones que puedan.
En muchas obras la ignorancia se vuelve procaz, y hace de las suyas para convencer a los autores de que el público es igual o peor de ignorante, y que cualquier cosa puede deslizarse como obra cumbre de genio o del ingenio bajado de los cielos por obra de las musas o del iluminismo extraterrestre. Y, encima de eso, pretenden cobrar por su trabajo. Mientras tanto, «afuera», la historia es un incendio y las crisis se huracanan al ritmo del capitalismo en agonía larga.
No se puede narrar con balbuceos erráticos la magnitud de las luchas humanas ni la magnitud de los desafíos por venir. No se puede, y no se debe, tolerar la chabacanería teórica ni el simplismo práctico.
La cosa está que arde, la humanidad se debate contra la barbarie y el escenario se recalienta, cada minuto, al fragor de la lucha de clases que sigue expidiendo, a borbotones, las líneas narrativas centrales que la humanidad protagoniza en el camino de su emancipación. ¿Estamos listos para contar esa «epopeya» de nuevo género? Ni todos ni siempre.
Exaspera ver batallas magníficas contadas con «vocabularios» a veces míseros. Exaspera ver que, en manos impertinentes, los temas revolucionarios cruciales aparecen contados como melodramas ramplones. Nos inundan los ripios, las jerigonzas, los galimatías y el esnobismo. Vamos de la petulancia al abismo acorralados por los Mesías de la estética y los «genios» de la moda, cualquiera, que exhiben sin pudor el compendio completo de sus aberraciones vanidosas, y luego se autollaman artistas.
Mientras tanto, «afuera» el mundo arde y la clase trabajadora se ve traicionada, o ignorada, porque el himno de sus batallas se desfigura en los muladares de la pobreza «léxica» o de las pretensiones esteticistas de los iluminados. Cuando no abruma la vacuidad. Es terrible.
Y, por si fuese poco, aparecen los relativistas y los reformistas con sus anestésicos de ocasión para exculpar la ineficiencia, la falta de autocrítica y la indisciplina, contrarias a la militancia de aquellos que se entregan a la exigencia suprema de las convicciones más hondas y serias trabadas con la calidad y con la poesía.
No faltan los zoquetes, los «alcornoques» ni los alfeñiques teóricos que hacen de la superficialidad un manifiesto de mediocres y que, con sus banderas, hacen felices a las oligarquías de cada terruño. A mucha honra. Dicen.
Buena parte del antídoto está en la investigación honda y científica, en la experimentación creadora dirigida por la lucha de clases y por los contenidos que de ella emanan para poner la obra al servicio de quienes luchan, palmo a palmo, por la emancipación humana. Sea tanto en el campo de las refriegas políticas como en los territorios académicos, artísticos o científicos. Sea en el campo de la poesía, de la literatura o de la cinematografía.
Necesitamos una gran revolución del relato, parida por el motor de la historia y por el sepulturero de la burguesía que, a diario, cava la tumba del capitalismo para que todos acudamos a celebrar su deceso. Pronto.
Es necesario tomárselo muy en serio, dejar de perder el tiempo en obras reiterativas y cansinas de las que solo emergen bostezos y no poesía ni conciencia organizadora y movilizadora. Es urgente dejar de perder tiempo y recursos en parafernalias ególatras o en diletancias pajeras. «Afuera» de esos solipsismos de claustros y de sectas, la historia del capitalismo es un «incendio» descomunal que arrima a la humanidad al abismo de la barbarie.
El mundo es una gran fábrica de armas, es el negocio de los negocios, y eso incluye las armas de guerra ideológica, los mass media, los narcóticos, las instituciones educativas, religiosas y bancarias.
El mundo «arde» en el infierno de la usura burguesa, la clase trabajadora lo paga con sangre, postergación y humillación sin dejar de avanzar dialécticamente hacia su emancipación.
La historia de la humanidad prepara una nueva gran revolución que debemos saber protagonizar y narrar para el corto, el mediano y el largo plazo. El reto es saber contar la revolución permanente y sus capítulos, todos, actualizados con poesía.
¿Está nuestro relato a la altura del reto?