Comprender el desarrollo de los acontecimientos que se están desencadenando en las entrañas del imperio, pasa por asumir que la farsa de ese sistema comienza con el nombre de ese país. Estados Unidos, menos que una nación es una mentira. En su seno embullen contradicciones genéticas que, según analistas, podrían generar 11 naciones distintas y desde el materialismo histórico resulta obvio que la elite gobernante compuesta por el 1% de la población, no puede —sino desde la ficción y con mucha violencia—, mantener la unidad nacional con el 99% del pueblo empobrecido y racialmente distinto.
Donald Trump asumió la presidencia en 2016 montado sobre la estructura del Partido Republicano, pero su mayor fuerza política ha estado anclada a la desigualdad y al descontento de los sectores agrícolas deprimidos económicamente de la “América Profunda”, a los que se les conoce como la basura blanca, o “White Trash”. Trump cuenta con quienes aún se identifican con los antiguos ideales del sur, que no solo creen que la segregación racial es correcta y que debe profundizarse en favor de la “superioridad racial blanca”.
Con su discurso xenófobo, supremacista, racista y machista, Trump logró iniciar un movimiento de masas propio, desligándose del Partido Republicano; casi calcando la estrategia de Hitler en la Alemania en los años 30 del siglo pasado y del mismo modo en que Leopoldo López fundó su grupo terrorista Voluntad Popular.
Estados Unidos se encuentra empantanado en una crisis profunda y estructural que no se superará con una superficial censura a la violencia; ya que todo indica que la situación se dirige hacia el peor de los escenarios. En el más optimista de los casos, veremos el ascenso de la protesta contra la elite dirigente. En el escenario más rudo, Estados Unidos podría estar encaminándose a una guerra civil y hacia una consecuente fragmentación de su territorio.
Desde los tiempos en que redactaron la constitución estadounidense; los oligarcas yanquis dejaron clara su intención de diferenciarse de las instituciones y los procesos que hacen posible la vida democrática. Ellos apostaron por una conveniente emulación del sistema aristocrático inglés, en el que el mandato de la mayoría es regulado por los derechos de las minorías y aunque en EEUU no hay una cosa parecida a la aristocracia existe una oligarquía que asume el papel de tal.
Alexander Hamilton, el principal redactor de esa Constitución, lo dejo expreso en sus Federalist Papers: “el objetivo de la Constitución de Estados Unidos no es establecer una democracia sino instaurar un régimen comparable a la monarquía británica”. En la constitución yanqui la soberanía no reside en el pueblo, sino en los Estados que componen la Unión Americana que, a su vez, son instituciones controladas por la elite dominante a través de los colegios electorales.
El corpus constitucional yanqui sintetizó el desprecio que aquella oligarquía sentía (y que aun siente) por el pueblo al que temían, porque comenzaba a rebelarse y al que necesitaban controlar por todos los medios. Ese miedo a las mayorías afrodescendientes, indoamericanas y mestizas, se presenta hoy como una falla de origen que derivó en un andamiaje electoral obsoleto, que limita la participación democrática popular, que evidencia la fragmentación social y que niega la posibilidad de construir una nación democrática.
Desde la fundación de EEUU, su población ha participado en múltiples procesos de transformación cultural, derivados de los constantes movimientos migratorios. Siguiendo el modelo de control británico, los grupos migrantes fueron organizados en comunidades del mismo origen, permitiéndoles sus singularidades culturales, sus particularidades idiomáticas, sus supersticiones, etc. Y así, manteniendo a raya a esos “otros”, se garantizaban la pureza racial blanca y el orden WASP establecido por las oligarquías —que ya habían encerrado a las comunidades originarias en reservas indígenas—.
Hoy en día, la población estadounidense ha asumido el ghetto como afirmación de la diferencia social, e incluso nacional. La comunidad comienza a funcionar de modo distinto al control racista, ahora se constituye como expresión de resistencia cultural. Por eso Nixon insistía en que la amenaza más terrible que ha acechado a la nación del norte, no era una hipotética guerra nuclear contra el comunismo, sino la inexorable «Guerra Civil».
Si se compara el mapa actual de la nación del norte, con los mapas de la época de la guerra de Secesión, notaremos que el sur esclavista y norte abolicionista, son la continuidad (casi calcada) de los territorios ricos y pobres de hoy en día. Según Richard Crittner “Los problemas que llevaron a la primera Guerra Civil estadounidense no se han resuelto en su conjunto”.
No existen datos oficiales sobre la cantidad de grupos armados establecidos en EEUU. Tampoco hay información sobre el número de personas que operan en milicias y que, a su vez, militan en ideologías de odio —supremacistas blancas—. Sin embargo, dice Crittner, “lo que sí sabemos es que los miembros de estos grupos anunciaron que tomarán las armas si Trump no es reelegido presidente para otros cuatro años de mandato”; Y eso no sucedió. Este escritor gringo estima que Estados Unidos podría dividirse en 11 estados diferentes, en función de una serie de criterios culturales.
El miedo genético, que signa las relaciones internas del núcleo imperial, también determina la crisis en las relaciones con su entorno geopolítico. El resultado electoral del 2020, ha evidenciado que la crisis política se alimenta de relatos históricos confrontados y que es imposible llegar a su resolución por vía electoral. En Venezuela, tras la experiencia de nuestra Guerra Federal, sabemos que esas contradicciones genéticas de una nación, nunca se resuelven por la vía pacífica y, en Estados Unidos, las herramientas para avanzar en esa resolución están a la orden del día: 300 millones de armas dispuestas para la disputa.
Es un imperio que le teme a la democracia, a la autodeterminación de los pueblos y a la paz; sabe que son procesos que tributan a su decadencia; su moneda está siendo desplazada en Eurasia, sus tropas humilladas en el medio oriente y sus gobiernos títeres están siendo derrotados en Nuestramérica; de allí la constante apelación al terrorismo como defensa biopolítica, al belicismo económico y al fascismo como expresiones concretas de su debilidad. Estamos ante un imperio que siente mermar sus fuerzas en América latina y que está al borde de una guerra civil.
Por ese miedo asesinan al invicto General Soleimani y es el miedo lo que les motiva a aplicarnos esta terapia de shock económico tan criminal; por miedo convirtieron a Colombia en una base de operaciones; por miedo aceleran los procesos para crear nuevas bases militares en Ecuador y conminan a Brasil a hacer más ofensiva su doctrina militar continental en favor del injerencismo fascista.
Esta crisis terminal que vive el imperio en sus dinámicas nacionales y en sus relaciones geopolíticas, genera la posibilidad de un salto democrático en Nuestramérica, si somos capaces de aprovechar el momento y de operar en favor de la agudización de esa crisis. Es un buen momento para fomentar la unidad como estrategia de acumulación de fuerzas y avanzar hacia la segunda independencia de la que tanto nos habló Chávez.
Hace 210 años, La invasión de Napoleón a la corona española, desencadenó la inmediata oposición de las colonias ultramarinas que se negaron a reconocer el régimen impuesto por el invasor. En medio de esa crisis las colonias se declararon defensoras de los derechos de Fernando VII y posteriormente, lanzaron el grito de independencia.
Fue una crisis a lo interno de las estructuras del mando imperial que nos dio una oportunidad para la ruptura, un momento constituyente muy bien aprovechado por los revolucionarios de aquel momento, que fueron capaces de radicalizar las tímidas consignas independentistas esgrimidas por las oligarquías conservadoras y pro imperiales.
Lejos de la simple rivalidad entre un narcisista experto en el uso de la televisión y un pedófilo senil, Estados Unidos se ve ante un grave problema de identidad cultural que ha estado latente desde su surgimiento como país. La incógnita actual en Estados Unidos no está en determinar quién resultó electo presidente; sino en saber si Biden será capaz de maniobrar para retardar el estallido de la guerra civil.
Por ahora, se prevén grandes movilizaciones de las distintas organizaciones populares exigiendo su cuota del “American Dream”. Por un lado, la gente de Black Live Matters, tributaron una considerable masa de votos a Biden, y seguirán exigiendo sus derechos negados históricamente. Por el otro lado, los grupos de blancos pobres, rurales, excluidos y racistas, que no tienen otra vía —para lograr la realización de sus consignas—, que recurrir a las armas, como está previsto explícitamente en la Segunda enmienda de la Constitución, para ellos, Biden será un #Noesmipresidente, lo considerarán ilegítimo y seguirán actuando para defenderse del gobierno.
Biden no la tiene fácil; será una administración constituida por la misma elite que generó esta crisis, las mismas oligarquías que niegan los derechos a las mayorías y que detienen el avance democrático de esos pueblos. Kennedy planteaba que “quienes hacen imposible una revolución pacífica, harán inevitable una revolución armada” y esa es la disyuntiva que hoy se plantea en las entrañas del monstruo imperial.
Robert Galbán