
Se caen todas las mentiras de EE.UU.
“Licencias” a empresas en otro país
A cada paso, Estados Unidos da señales más claras del colapso de las farsas mediante las cuales ha reinado como imperio durante largos años.
Una de esas farsas es la de la globalización y la libertad de empresa y de mercados. Todo se revela como mentira cuando el Gobierno de EE.UU., es decir, el poder público, el Estado, interviene en las operaciones de empresas privadas.
Cuando esto lo hace el gobierno de otro país, los voceros estadounidenses lo descalifican, tildándolo de comunista, socialista, populista o cualquier epíteto con carga negativa (en el lenguaje imperial). Pero EE.UU. no sólo lo hace dentro de su propio territorio, sino que ha encontrado maneras de hacerlo fuera.
Mediante el mecanismo arbitrario, unilateral y extraterritorial de las “licencias”, Washington autoriza o no a compañías privadas a realizar operaciones en otra nación, llevando el intervencionismo estatal hasta un nivel global.
Los defensores de estas medidas aducen que se hacen respecto a corporaciones de matriz estadounidense, es decir, que el gobierno de la superpotencia tiene derecho a hacerlo. Es debatible, pero digamos que puede tener razón. Lo que sí carece de lógica alguna es que se aplique esa misma regla a empresas de un tercer país.
En ese caso no se trata ya del ejercicio de soberanía sobre personas jurídicas estadounidenses, sino de un mecanismo colonial que se aplica tanto al país donde se produce la actividad económica, como contra la nación a la que pertenece la firma que debe gestionar su “licencia”.
Aranceles comunes y secundarios
Otra arista de la misma impostura es la de los aranceles. Desde que EE.UU. impuso al mundo la supuesta panacea económica de la globalización y las áreas de libre comercio, la palabra arancel pasó a ser una especie de pecado.
En el tiempo de hegemonía unipolar estadounidense, la prédica cotidiana en los medios de comunicación y en los ámbitos académicos era que quien pretendiera imponer aranceles a los productos de otros países estaba quedándose rezagado en la carrera del comercio global. Se le trataba como a una especie de troglodita, un dinosaurio resistente a la extinción.
En el caso de nuestro continente, la ofensiva de EE.UU. se encaminó a crear el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), que tenía el claro fin de garantizar el acceso de las corporaciones estadounidenses a los mercados de Latinoamérica y el Caribe y a su mano de obra barata, a cambio de promesas nebulosas sobre acceso a precios justos de las materias primas a EE.UU.
Las élites de EE.UU. siempre se las han arreglado para aplicar la ley del embudo en esta materia del libre comercio: lo ancho para el país imperial y lo estrecho para el resto del mundo, incluyendo sus aliados. Pero, en los últimos años, se han vuelto cada vez menos sutiles en el ejercicio de este poder.
Donald Trump ha iniciado su segundo mandato con una escalada en la aplicación de aranceles contra todos los productos y servicios que compitan con los brindados por las empresas estadounidenses. Así pretende reindustrializar al país que otrora fue una de las grandes fábricas del planeta, pero que lleva ya varias décadas de abandono de la actividad manufacturera.
Por si eso fuera poco, se ha inventado los aranceles secundarios, para pechar todas las importaciones de productos que provengan de países que compren petróleo y gas de Venezuela, un retorcido mecanismo que niega la libertad de comercio y sanciona a empresas que nada tienen que ver con el negocio petrolero, centro de la controversia.
Legalidad extraterritorial y antediluviana
Para hacer valer acciones tan arbitrarias sin admitir que violan los derechos de personas y organizaciones ajenas a EE.UU., la camarilla del poder imperial recurre a toda clase de maniobras.
Para aplicar las Medidas Coercitivas Unilaterales (MCU), a las que caracterizan como “sanciones”, se yerguen en jueces del mundo entero. Dicen que lo hacen en defensa de la democracia y la libertad, pero bien se sabe que sólo cuidan sus propios intereses.
El caso extremo se ha registrado en las últimas semanas, cuando el gobierno de Trump ha desempolvado una Ley de Enemigos Extranjeros, que data de 1798, para revestir de supuesta legalidad a los atropellos que cometen contra los migrantes venezolanos y de otras nacionalidades.
Derechos humanos: el gran sainete gringo
Uno de los comodines de EE.UU. para actuar como potencia invasora e injerencista en casi todo el mundo ha sido la bandera de los derechos humanos. En su nombre, han destruido países enteros, cometido genocidios, derrocado gobiernos y perpetrado toda suerte de barbaridades.
Tanta falsedad ha ido desgastando este libreto, aunque todavía es grande la porción de la opinión pública mundial que sigue creyendo en este sainete gringo. No en balde, el poder imperial gasta enormes recursos en mantener bien aceitada una maquinaria cultural, ideológica y mediática orientada a sustentar esta gran maraña de mentiras.
Con acciones como el secuestro y traslado ilegal de migrantes venezolanos a El Salvador, ha quedado una vez más en entredicho el respeto de EE.UU. a los derechos humanos, pues se han violentado todas las normas internas sobre el debido proceso y el derecho a la defensa, así como todas las convenciones internacionales sobre el trato a las personas deportadas.
No ha quedado casi nada en pie, en el tinglado de EE.UU. ¿Será otra señal de su inocultable declive?