El golpe de Estado en contra del proyecto socialista chileno encarnado en la figura del presidente Salvador Allende, cumplió 50 años este 11 de septiembre, sin que hasta la fecha se haya escuchado en la capital del imperio ni una sola voz oficial aceptando la responsabilidad de la Casa Blanca en este hecho en el que se desataron los demonios del fascismo.
Todo lo contrario. La trama sangrienta que dio al traste con el gobierno de la Unidad Popular y sentó en el Palacio de la Moneda al general Augusto Pinochet durante 17 años de oprobio, contó con la bendición primero del presidente estadounidense Richard Nixon, antes incluso de ejecutada la traición, y luego de consumado el crimen, el militar citado fue aceptado como aliado natural por todos sus sucesores republicanos y demócratas y por potencias occidentales como la Inglaterra de Margaret Tatcher.
Para ese momento ya Uruguay estaba bajo la bota de una junta militar subordinada a Washington en junio de 1973. Apenas meses después cayó Chile. Y más tarde, Argentina en 1976. Todo el cono sur de nuestro continente quedó bajo la sombra del Plan Cóndor en el que la represión cruzaba fronteras con toda impunidad. Porque antes de que sucedieran los gorilazos en las naciones antes mencionadas, ya Paraguay (1954) y Brasil (1964) estaban en manos de militares formados para defender los intereses del capital extranjero, sus empresas y como ñapa, el de las élites criollas que, en cada nación, operaron como agentes desestabilizadores y promotores del caos económico, político y social, ante cualquier proceso que apuntara hacia la justicia social.
Luego de tanto tiempo abundan las historias documentadas, testimonios y evidencias de muertes, violaciones de derechos humanos, terrorismo de Estado, secuestros, desapariciones, robo de bebés.
No obstante, 50 años después del bombardeo y asalto a La Moneda el fascismo que niega tales hecho sobrevive sea latente en sectores que pocas veces se hacen visibles o al contrario alza la voz sin ninguna clase de filtros como, por ejemplo, es el caso de Javier Milei en Argentina o José Antonio Kast en Chile.
Ante ese peligro nunca hay que bajar la guardia.