Es clara la intención de anarquizar al país en enero
¿Existe un riesgo real de que la ultraderecha intente caotizar el país en las próximas semanas y, específicamente, el día de la juramentación presidencial, el 10 de enero de 2025?
Los adversarios políticos de la Revolución Bolivariana dicen que son meras manías conspiranoicas o maniobras para justificar la represión y la persecución de opositores.
Sin embargo, los indicios sobre planes violentos abundan y han sido mostrados públicamente. Y, por si eso fuera poco, estamos frente a escenarios ya conocidos, episodios reeditados por una oposición que ha intentado las mil y una fórmulas anticonstitucionales. Vale decir, que las señales del presente y las experiencias del pasado respaldan una conjetura, una sospecha, un barrunto.
Las pistas
Son numerosos los síntomas concretos de los cruentos planes del ala pirómana de la oposición, la que encabeza María Corina Machado, con evidente apoyo externo en Miami, Madrid y Bogotá, entre otras capitales de la conspiración.
Los sujetos detenidos por las autoridades y las armas incautadas son pruebas contundentes de la maquinación que se encuentra en plena marcha.
El ministro del Poder Popular para las Relaciones Interiores, Justicia y Paz, Diosdado Cabello Rondón, ha informado en detalle de estos procedimientos. Se trata de datos concretos: identidades, itinerarios y redes de relaciones apuntan a la existencia de planes para disponer de la logística y el armamento necesario con el fin de generar una situación de anarquía a finales del 2024 y comienzos del 2025, en particular de cara al 10 de enero, fecha de la juramentación del presidente reelecto, Nicolás Maduro Moros ante la Asamblea Nacional.
A la contundencia de los indicios recabados por los cuerpos de inteligencia se suma la actitud frontal de quienes se empeñan en presentarse como los cabecillas de la conspiración, desde fuera del país. La discreción —condición necesaria para los planes confidenciales— nunca ha sido una de sus virtudes. Por el contrario, no desperdician oportunidad alguna para vociferar sus proyectos al margen de la ley.
La experiencia
Ni las armas y detenidos, ni las conexiones personales entre conjurados, ni la tendencia a hablar demasiado de los presuntos líderes; parece ser suficiente argumento para muchas personas, tal vez ya un poco hartas de oír sobre complots para meter al país en otra ola de violencia y odio.
A quienes tienen estas dudas les vendría bien revisar someramente lo ocurrido a lo largo de lo que va de siglo. Hasta los más escépticos podrán comprobar que los factores de la ultraderecha (a veces acompañados por toda la oposición; otras veces por su cuenta) no han cejado en su empeño de derrocar al gobierno legítimo y constitucional del país.
Como siempre, es necesario comenzar con abril de 2002, cuando el poder imperial, la oligarquía, la maquinaria mediática, los viejos partidos desplazados y sectores académicos e intelectuales se orquestaron contra el comandante Hugo Chávez y contra el pueblo que lo respaldaba. Una operación de falsa bandera se desarrolló para acusar al gobierno de asesinar ciudadanos mediante francotiradores.
Todo estaba planificado: llevar a la gran masa de pueblo opositor hasta Miraflores para confrontarla con el pueblo chavista. Se utilizaron matones expertos procedentes de varios países y se apeló al apoyo criminal de la Policía Metropolitana, bajo la conducción de Iván Simonovis, el mismo personaje que ahora, prófugo de la justicia venezolana, actúa abiertamente como uno de los capos de las maquinaciones en desarrollo.
En 2004 se registró un primer intento de propiciar el caos mediante la actuación de grupos armados extranjeros. Fue el sonado caso de los paramilitares colombianos que estaban acantonados en una finca en la zona rural de El Hatillo, en plena área metropolitana de Caracas. Tenían indumentaria y armas del Ejército venezolano, pues el plan era simular un alzamiento militar y generar un desmadre capaz de causar enfrentamientos con tropas verdaderas y entre civiles. En ese contexto, intentarían el magnicidio o el derrocamiento del presidente Chávez.
Ese mismo 2004, la ultraderecha inauguró su modalidad de lucha llamada desde entonces “guarimba”, repetida y ampliada en 2014 y 2017, y que no es otra cosa que la aplicación de las técnicas de golpe blando que han sido compiladas por la Agencia Central de Inteligencia o por autores como Gene Harp. El factor común es que procuran el enfrentamiento entre ciudadanos y autoridades con el propósito de anarquizar las ciudades y pueblos y transmitir la sensación de un Estado fallido.
En 2019, en medio de la locura del interinato, los pirómanos intentaron una invasión disfrazada de ayuda humanitaria, que generó la Batalla de los Puentes. Luego optaron por un golpe de Estado (el de los plátanos verdes) que pudo haber ocasionado una guerra en plena Caracas. En 2020, se lanzaron con la Operación Gedeón, a cargo de mercenarios, paramilitares y desertores.
El propósito de violencia ciega de este sector opositor aparece en otros acontecimientos clave, como lo son los acercamientos de la dirigencia política a las megabandas delictivas. Se hizo patente en 2020, cuando el intento de invasión fue antecedido por escaramuzas de las organizaciones criminales de la Cota 905 y Petare.
En 2021 salieron a relucir de nuevo las conexiones de la extrema derecha con el hampa común, cuando se planificó la llamada “Fiesta de Caracas”, que tenía previsto bañar de sangre a la capital durante el bicentenario de la Batalla de Carabobo, con el concurso del malandraje y sus pranes.
Y si queremos abreviar la revisión y remitirnos a los hechos más recientes, basta con rememorar lo que empezó a ocurrir en el país después de las elecciones presidenciales del 28 de julio. Quien haya visto los niveles de odio y violencia de los “comanditos” en esas horas —de nuevo en sinergia con las megabandas—no puede abrigar ninguna duda sobre lo que esta dirigencia tiene en mente para enero. La guerra está más que avisada.