El 20 de febrero de 1859, el comandante Tirso Salaverría, de oficio zapatero, al frente de cuarenta voluntarios, al grito de “federación” ocupa el cuartel de Coro, conocido como la Casa del Parque, hoy calle Palmasola, apoderándose de unos 900 fusiles y gran cantidad de pólvora. Comenzaba así la Guerra Federal, también conocida como “Guerra Larga” o “La Guerra de los 5 Años”. Al día siguiente, el coronel proclamó ante el pueblo:
“Otra vez la centralización del poder contra el querer de los pueblos paladinamente manifestado; otra vez el dejar sometida la suerte del país a la voluntad de un hombre y su partido, otra vez el abrir anchuroso campo para perpetuarse en el poder público, con ultraje de los principios preconizados en esta misma Carta Central. Por fin los abusos consecuentes a tan funesto orden de cosas; por fin las escandalosas infidencias del Jefe provisional de Estado, tantas veces falaz y perjuro; cuantas bajo la religión del juramento ha protestado desprendimiento, abnegación y patriotismo; por fin las injusticias y arbitrariedades de sus agentes de las provincias, siempre garantizados con la impunidad, han rebosado la copa de nuestra indignación y roto los diques del sufrimiento para realizar un pensamiento ídolo de nuestro corazón; y que la prudencia nos había obligado hasta ahora a mantener en el terreno de la opinión. Este pensamiento mágico, generador; ese símbolo de fe política de todos los venezolanos, ese refugio salvador, único; que el cielo nos depara en la desdichada tormenta que las pasiones azuzadas; por los desmanes que un poder arbitrario ha descargado sobre nosotros, es la reorganización de Venezuela en República eminentemente Federal… No temáis. La Federación es el gobierno de todos. La Federación es el gobierno de los libres, y Venezuela obtendrá el lauro de la Federación”.
Tirso Salaverría aguarda a Zamora, quien llegará dos días después desde Curazao para tomar el mando del ejército popular, integrado por hombres y mujeres indígenas, negros libres y campesinos pobres.
Los conservadores habían vuelto a gobernar el país desde el 1° de agosto de 1859, encargando de la Presidencia al diplomático, Pedro Gual. Habían desplazado del poder a Julián Castro, quien había entrado a Caracas sin encontrar resistencia de Monagas en 1858 cuando se refugió en la legación francesa. Castro intentó crear un gobierno de fusión de la oligarquía fracturada desde hacía dos décadas antes. Pero, pronto esa fusión se deshizo por la investigación que se les siguió a funcionarios públicos acusados de peculado y por la firma del Protocolo de Urrutia.
En este documento firmado por Wenceslao Urrutia, ministro de Relaciones Exteriores, con los representantes diplomáticos de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Brasil, España y Países Bajos en Caracas, el 26 de marzo de 1858, se acordó no someter a juicio a José Tadeo Monagas y permitirle salir con su familia del país.
El gobierno resolvió no acatar el Protocolo, y ordenó que Monagas se pusiera a disposición de las autoridades venezolanas. Pero esto ocasionó una protesta del cuerpo diplomático y el envío de buques de guerra franceses e ingleses a los puertos venezolanos. Urrutia renunció y fue sustituido por Fermín Toro, quien consiguió la autorización para que Monagas saliera expulsado del país sin sus grados militares.
Zamora es raíz de la revolución bolivariana, porque para él “la propiedad es un robo cuando no es consecuencia del trabajo”. Sobre esto explica: “…no es lo mismo la propiedad del Marqués de Pumar que las propiedades de los vegueros de El Totumal…”. Para Zamora, “La tierra no es de nadie, es de todos en uso y costumbres, y, además, antes de la llegada de los españoles la tierra era común, como lo es el aire, el agua y el sol”, por eso debemos secuestrar “los bienes de los ricos porque con ellos hacen la guerra al pueblo”.
Zamora es claro: “Venezuela no será patrimonio de ninguna familia ni persona”. Su propuesta es un país en el que “No haya pobres ni ricos, ni esclavos ni dueños, ni poderosos ni desdeñados, sino hermanos que, sin descender la frente, se traten vis a vis; de quien a quien”. Para ello comandó un importante movimiento militar insurgente en contra de la élite antibolivariana que había instaurado en 1830 en Venezuela la Cuarta República.
El 10 de diciembre de 1859, Ezequiel Zamora derrota al enemigo. El método empleado por Zamora en la batalla de Santa Inés fue la guerra de guerrillas que consistía en un ejército de campesinos (por esto usaba sobre su sombrero de cogollo el quepis militar) y su plan era un ingenioso sistema de trincheras que ofrecerían bravía, pero efímera resistencia a los soldados conservadores, con la finalidad de hacerles creer que tendrían una fácil victoria y así conducirlos a una trampa mortal en Santa Inés.
El 10 de enero de 1860 a Ezequiel Zamora lo asesina una bala dirigida por el sargento Morón, guiado por órdenes de Juan Crisóstomo Falcón y Antonio Guzmán Blanco. El periodista e historiador, Juan Vicente González, en rastrera posición de intelectual al servicio de la oligarquía, escribió en El Heraldo “bendita sea la bala, bendita sea la mano que la dirigió y acabó con el monstruo”.
Como consecuencia de la Guerra Federal y después de algunas conversaciones entre Antonio Guzmán Blanco, secretario del general Falcón, y Pedro José Rojas, representante de José Antonio Páez, redactaron un acuerdo que firmaron el 24 de abril de 1863, en la hacienda Coche, al sur de Caracas. Con el Tratado de Coche cesó la guerra. La victoria de los federalistas resultó del desgaste sufrido por las tropas enemigas del campesinado en armas.
Para el historiador carupanero José Luis Salcedo Bastardo: “La Guerra Federal repite las promesas muy conocidas por los míseros olvidados y con sus llamaradas alumbra ilusiones desvaídas; estremece a la sociedad venezolana, pero es como el parto de los montes, tampoco llega a la médula económica. De nuevo el único cambio perceptible es el de algunas individualidades. Los soldados quieren tierras, justicia y democracia; las aspiraciones tanto de los rebeldes como de los gobiernistas son las mismas; la antítesis existe entre todos ellos y los dirigentes; los cabecillas de uno y otro lado, demuestran a la larga que sólo se distinguen por las posiciones que ocupan. Al término de la guerra, una inyección de sangre proletaria ─caudillos del ‘liberalismo’─ rejuvenece a la escuálida oligarquía que antes se soñó liquidar. La más completa ruina es el resultado real de la guerra traicionada…”.
Después del fin de estos cinco años, toma el poder el traidor de turno, cuñado de Zamora y uno de sus asesinos intelectuales: Juan Crisóstomo Falcón, hipotecando nuevamente la esperanza popular.
Ante tantas traiciones siempre hay una estirpe de combatientes que retoma la bandera bolivariana. Así es como surgen de la vasta dignidad de la Patria, además de Ezequiel Zamora y Tirso Salaverría, hombres y mujeres, civiles y militares, como: Maisanta, Argimiro Gabaldón, Olga Luzardo, Fabricio Ojeda, María León, Epifania Sánchez, Sergio Rodríguez, Juan Vicente Cabeza, Juan Carlos Parisca, Ángel Suzzarini, Luis Antonio Bigott, Hugo Trejo, Manuel Ponte Rodríguez, Livia Gouverneur, Kléber Ramírez Rojas, Lina Ron, Carlos Escarrá, William Lara, Alexis González Revette, Eliézer Otaiza, Valentín Santana, Diosdado Cabello, Hugo Chávez y Nicolás Maduro Moros. Ellas y ellos, y muchísimos más combatientes, tienen conciencia de la máxima de Simón Rodríguez: “en América del Sur las repúblicas están establecidas, pero no fundadas”. ¡Pues, ha llegado la hora de fundarlas!