Los psicólogos, psiquiatras e interrogadores policiales están tan acostumbrados a tener delante a personas que ocultan sus acciones, pensamientos y sentimientos, que suelen asombrarse cuando alguien es sincero por iniciativa propia.
Últimamente esto ha venido ocurriendo a otra escala: funcionarios y exfuncionarios de la (por ahora) potencia hegemónica global saltan a escena, sin necesidad de que los estén interpelando en un juicio o algo parecido, y confiesan toda clase de delitos, trasgresiones y barbaridades, sin el menor embozo.
Como Estados Unidos es aún la cabeza del ya declinante mundo unipolar; hay ejemplos sobre estos “arranques de franqueza” propios de psicópatas clínicos, referidos a muchos países; pero por lo pronto revisaremos los más recientes, solo en lo que atañe a Venezuela.
Todavía no se ha terminado de digerir la ristra de revelaciones del exsecretario de Defensa Mike Esper, quien escribió un libro para desahogarse, cuando ya aparecen nuevos relatos del exconsejero de Seguridad Nacional, John Bolton (que también escribió el suyo), en los que se ufana de ser planificador de golpes de Estado y hasta reclama que se le reconozcan sus méritos en tan duro trabajo.
Lo de Esper es una mezcla de confesión y delación, pues narra cómo en la Casa Blanca se habló abiertamente de invadir a Venezuela con tropas regulares o con mercenarios; de matar al presidente Nicolás Maduro; de ejecutar acciones de sabotaje contra servicios públicos y de generar tal estado de martirio popular que hiciera detonar una rebelión en las calles, todo ello (siempre debe quedar constancia) con participación de “venezolanos” (bueno, nacieron acá).
Esper dejó un pequeño margen de racionalidad en sus infidencias, al acotar que él no estuvo de acuerdo con tales acciones. Pero, aclaremos, no se opuso (muy discretamente, por cierto) porque considerara inmoral o ilegal ir a otro país a tumbar el gobierno y poner a un pelele en la presidencia. Se opuso, precisamente, porque el pelele le parecía demasiado pelele.
En cambio, Bolton se sincera de un todo y dice que él sí preparaba golpes de Estado para Donald Trump, ¿cuál es el problema?
Los arrebatos de verdad no les están dando solo a tecnócratas conservadores, como Esper, ni a veteranos fachos como Bolton; sino también a mujeres jóvenes como la exsubsecretaria de Estado para Cuba y Venezuela, Carrie Filipetti, quien también ha salido a hablar sin tapujos sobre cómo en Washington se tragaron el cuento de López, Guaidó, Borges y Vecchio de que ya tenían de su lado nada menos que al presidente del Tribunal Supremo de Justicia, Maikel Moreno y al ministro de la Defensa, general en jefe, Vladimir Padrino López; un chisme que pone muy en duda la inteligencia de los cuerpos de ídem de Estados Unidos.
También mujer, pero del ámbito militar, es la generala Laura Richardson, jefa del Comando Sur de Estados Unidos, quien ya no se refiere tanto a hechos pasados sino a los presentes y futuros. La poderosa dama no habló de amenazas militares ni armas de destrucción masiva, sino de “la preocupación” que sufre por el aumento de las inversiones chinas y rusas en América Latina y por el daño que le pueden hacer a “la democracia” en la región, medios de comunicación como Sputnik y RT.
En su voz femenina y marcial, con sus cuatro estrellas en las charreteras de un impecable uniforme, se expresa un imperio que se sabe en decadencia acelerada y quiere frenar la caída aunque para ello pisotee todos sus supuestos valores, incluyendo la globalización, la libertad económica y la libertad de prensa.
La verdad y la banalidad del mal
La verdad siempre se manifiesta como un principio ético. Cuando alguien enarbola la verdad luce como una buena persona. Pero esta idea general se complica cuando esa verdad es el relato de hechos violentos, canallescos, aterradores. En ese caso, la verdad adquiere un tinte de confesión criminal que horripila e indigna.
Los secretos revelados por los exfuncionarios y funcionarios estadounidenses se parecen entonces a las declaraciones rendidas por Otto Adolf Eichmann, uno de los artífices de la matanza de ciudadanos catalogados como inferiores por los nazis; entre quienes, además de judíos, se contaban gitanos, eslavos, comunistas, socialistas, anarquistas, republicanos españoles, disidentes políticos alemanes, prisioneros de guerra, homosexuales, fieles de ciertas iglesias, presos comunes y personas con alguna discapacidad.
Eichmann admitió que exterminó a millones de seres humanos y alegó que solo cumplía con la tarea que le impusieron sus mandos.
Hannah Arendt, en su libro Eichmann en Jerusalén (Un informe sobre la banalidad del mal), sostuvo que el procesado no era un individuo particularmente asesino ni malvado, sino un burócrata que trataba de hacer su trabajo, igual como si en lugar de los campos de exterminio le hubiesen encargado una fábrica de botas para los soldados.
Tal vez si estos personajes del muy degenerado imperio estadounidense fuesen llevados (como debería ser) a un juicio internacional, expondrían argumentos similares a los de Eichmann y dirían que solo tratan de defender los intereses de su país.
En el fondo de este comportamiento individual se observa un patrón. El pensamiento hegemónico ha decidido que es hora de reconocer abiertamente la verdad de sus procederes perversos, pero no por una súbita necesidad de transparencia ni tampoco por arrepentimiento. Los voceros imperiales y la derecha en general lo hacen para dejar constancia de hasta dónde han sido capaces de llegar y, de esa manera, sembrar el terror.
Estos delincuentes dotados de garantía de impunidad tratan de infundir miedo a cualquier adversario político en cualquier país, contando con sádicos detalles todo lo que ya han hecho. Es un recurso desesperado para mantener la hegemonía. Actúan como el gángster que sabe que está a punto de perder su liderazgo y trata de preservarlo dejando constancia de cuánta gente ha enviado al otro mundo.
Por fortuna histórica, todo parece indicar que ese miedo se ha ido diluyendo y que ahora sí va en serio aquello que dijo Mao en 1956: el imperialismo estadounidense es un tigre de papel.