Traducción Gabriela Pereira
El espectro del nazi-fascismo se cierne sobre Brasil y tiene la cara de Jair Bolsonaro, que casi gana en la primera vuelta las elecciones del domingo 7 de octubre. El ex capitán del ejército, al que no le importa ser comparado con Hitler, mientras considera como un insulto sangriento que lo llamen gay, resultó primero con más del 46% de los votos. Se benefició de las puñaladas recibidas el 8 de septiembre, durante una reunión de campaña electoral. Sobre todo, aprovechó que Lula ha sido arrestado en abril y luego definitivamente inhabilitado en la competencia electoral.
En su lugar, el Partido de los Trabajadores (PT) nominó a Fernando Haddad, quien asumió el control demasiado tarde para mejorar su «paquete» de votos. Que haya alcanzado más del 29% puede considerarse casi un milagro. Pero para ganar en la segunda vuelta, el 28 de octubre, el país debería marchar de manera compacta detrás de las banderas del movimiento de mujeres que gritaban en voz alta: «Ele Nao», Él no. Mientras tanto, Haddad hizo un llamado para reunir a «todos los demócratas».
La victoria de Bolsonaro abriría los escenarios más oscuros para Brasil, y fortalecería el campo de las fuerzas más conservadoras en el continente: ese eje que está obstaculizando la integración latinoamericana y que actúa en la órbita de Trump. También podría tener su peso en las elecciones de medio término que se llevarán a cabo el 6 de noviembre en los Estados Unidos y que representan una prueba crucial para el futuro político del magnate norteamericano.
“Prefiero un presidente racista a uno ladrón”, se sintió comentar en las calles de Brasil, incluso en los barrios populares. Y la derecha ha derrotado al PT incluso en un estado como Mina Gerais. Un signo claro de la trampa, bien orquestada por el sicariato mediático y judicial para eliminar la izquierda del juego político. El punto es este.
Hasta la caída del Muro de Berlín, se dio por sentado que había dos alternativas opuestas, dos posibilidades diferentes a las que la humanidad podía confiar su destino. Se sabía que, para abrirse camino, el nuevo mundo tendría que derrotar al viejo, basado en la explotación del capital sobre el trabajo y la sociedad dividida en clases. Se sabía que el juego sería epocal y que los guardianes del capitalismo no harían ningún descuento ni prisioneros. Y así fue.
Desde la caída de la Unión Soviética, con la propagación del neoliberalismo y la imposición del capitalismo a nivel global, se ha inculcado una letanía en los sectores populares, tan falsa como asfixiante: «No hay alternativas».
No hay alternativas a un sistema de depredadores que permite a 264 familias apoderarse de la riqueza de 3 mil millones de personas. No hay alternativas a las recetas de un capitalismo que trata de resolver su crisis estructural con la agresión a los pueblos del sur, para apropiarse de su riqueza.
En este contexto, lo que una vez fue el campo progresista moderado se ha alineado en la búsqueda del «mal menor», coincidiendo con los objetivos del campo adverso, o volviéndose funcional a él. Si «no hay alternativas», cualquiera que vaya a gobernar tendrá que permanecer en el campo de las variantes compatibles con ese sistema mundial que, mientras que aumenta la desigualdad, reduce las diferencias políticas y niega las alternativas con respecto al futuro de la humanidad.
Esta ausencia de perspectivas causa desorientación en los sectores populares, que siguen falsas banderas, ideas irracionales y viejas, pasadas como nuevas: lo vimos con Trump en los EE.UU., lo vemos en Italia con Salvini y ahora con Bolsonaro en Brasil. Una vieja pacotilla xenófoba y misógina que desvía la furia de los sectores populares que el largo ballet de la «compatibilidad» con el sistema ha dejado vagando como un búmeran. El PT está también pagando esto.
Lo que buscan ocultar es el fracaso manifiesto de las recetas capitalistas, desde Estados Unidos hasta Europa y América Latina.
Los costos de contener violentamente los desastres causados por las políticas de exclusión son enormemente más altos que los de resolver la causa de las distorsiones. Pero si está convencido de que «no hay alternativa», puede soportar que la jornada laboral siga aumentando junto con la edad de jubilación; que los salarios están estancados mientras que la cobertura social disminuye; que las enormes masas queden sin trabajo; y que una multitud de excluidos se ve obligada a vagar para pedir limosna en el mercado global, convirtiéndose en alimento para el pescado o carne que se puede torturar.
Así se puede soportar que Trump encarcele a 13.000 niños migrantes y transfiera a 1.600 a una prisión al aire libre en Texas; que en Europa, los que gritan contra del negocio de la ayuda humanitaria (que ciertamente sirve al control social de los excluidos), no ataquen el negocio de la seguridad, que se expande para proteger el capitalismo global.
El fracaso de Macri en Argentina es igualmente evidente: el tan aclamado modelo de «crecimiento» del FMI no ha estado allí, y esto ha dejado en claro la trampa en la que han atraído a esos sectores de la clase media, dispuestos a retirar el consentimiento a los gobiernos progresistas si ven brillar el espejismo de mayores ganancias.
A diferencia de lo que sucede en Italia o en Europa, donde la fuerza de la ideología dominante disemina las trampas semánticas para ocultar la crisis, a diferencia de lo que ocurre en los Estados Unidos, donde los mecanismos de presión no permiten que los sectores populares accedan al poder de decisión, las cosas están más claras en América Latina.
Donde, como en Venezuela, se ha construido un partido que ha organizado a las masas populares y ha aumentado su nivel de conciencia al mantenerlas en una movilización permanente, las fuerzas reaccionarias no han logrado pasar. Donde, en cambio, como en Brasil, se dio más confianza a las inestables alianzas parlamentarias que a la organización política de las masas populares, la situación se ha vuelto más confusa y difícil.