Quienes tuvieron el placer de conocerla sonríen con cierta nostalgia y destacan entre muchas cualidades su conversación amorosa y genuina, y sobre todo, su visión de la poesía como posibilidad para transformar y crear nuevas realidades.
Para Elizabeth Schön, la poesía era fuerza interior, y la palabra, “luz que ilumina el mundo”. Sobre su proceso de creación solía decir que “tenía una conexión directa, no imaginaria, con lo espiritual”, y que esas visiones rigieron su camino a la poesía. Un día contó, que estando en la playa mirando el mar, vio “emerger a un anciano del agua”. Al parecer, miró varias veces y allí estaba. Trató de explicárselo y de inmediato comenzó a escribir El abuelo, la cesta y el mar (1965).
Ésta destacada poeta, ensayista y dramaturga, obtuvo en 1971 el Premio Municipal de Poesía y en 1994, el Premio Nacional de Literatura. A su vez, fue homenajeada en la Xma edición de la Semana Internacional de la Poesía en el año 2003. Entre sus obras, destacan La gruta venidera (1953), Mi aroma de lumbre (1971), Es oír la vertiente (1973), Incesante aparecer (1977), Aún el que no llega (1993) Árbol del oscuro acercamiento (1994), La flor, el barco, el alma (1995) y La luz oval (2006).
De la parroquia Altagracia
Nació el 30 de noviembre de 1921 en la conocida parroquia Altagracia de Caracas. Su padre fue Miguel Antonio Schön, a quien su familia apartó por decidir casarse con una venezolana, y su madre, María Luisa Ibarra, descendiente de Ana Teresa Ibarra, esposa de Antonio Guzmán Blanco y de las Ibarra, las mismas que dieron nombre a la conocida esquina.
En Altagracia vivió entre las esquinas de Balconcito y Truco. Le encantaba treparse a los árboles y por entonces quería ser equilibrista. Tras la muerte de su madre, se fue a vivir con su abuela a La Pastora, y unos pocos años se mudaron a Puerto Cabello, “(…) me fui contenta porque yo sabía que me iba a conseguir con el mar y con el cielo que vive dentro del mar”.
Desde joven fue una gran lectora y también le gustaba imaginarse historias y situaciones: “(…) Como me gustaba tanto la historia, leía todo lo que se refería al mundo y al origen de las cosas (…) Vivía creando. Conocía una persona y en la noche le inventaba una historia”. Hasta que se decidió a escribir lo que sentía, pues afirmó, “La poesía lo invade a uno (…) viene de una fuerza interior (…)”.
Las hermanas Gramcko y Alfredo Cortina
Se conocieron de niñas en Puerto Cabello y sellaron de por vida, una amistad donde el afecto se entretejió con desarrollo intelectual y artístico conjunto. De hecho, Elizabeth contó, “(…) me sentaba con Ida Gramcko a leer a Azorín, a los escritores españoles de la época (…)”. Fueron las hermanas quienes presentaron a Elizabeth y a Alfredo Cortina, quien se convirtió años después en su esposo. Para entonces, Cortina tenía una importante trayectoria como creador y libretista en la radio; así como en el mundo de la publicidad y como inventor.
Se vinieron a vivir a Los Rosales, en Caracas, en su casa de siempre, la cual fue construida por el propio Alfredo, y a la que Ely llenó de muchas plantas y flores. Poco tiempo después, a Los Rosales, se mudaron también las Gramcko.
Filosofía y Poesía
Fundada la Escuela de Filosofía de la Universidad Central de Venezuela, Elizabeth se inscribió, y entre Kant, Pirandello y Heidegger, la poesía que brotaba de su cuerpo era cuidadosamente apuntada en un cuaderno. Un día, curucuteando entre sus documentos, Ida encontró aquellos escritos, y en breve, se convirtieron en su primer libro. Luego la poesía en ella fue indetenible. En su opinión, una de las funciones del poeta era buscar la palabra amorosa.
De El abuelo, la cesta y el mar
Fragmento
Una noche en la que llovía mucho, le pregunté:
-¿Qué es el silencio?
Para contestar, aguardó a que concluyera el estrépito del trueno, pero en el preciso instante en que comenzó a hablar otro relámpago alumbró y el trueno estalló (…) No supe que dijo pero vi las piedras que caen dentro de los cráteres y se hunden para siempre y también vi las semillas que se abren y mueren con el fuego de los caminos… vi las ubres que se secan en la mitad de las llanuras y nadie lo sabe.
Lorena Almarza