El título original de este artículo es La noche de las tajadas frías, publicado un mes después del fallecimiento del Comandante Chávez en diversos periódicos y sitios web del país en el 2013. Si hoy lo presento en ocasión del 36 aniversario de la muerte de Alfredo Maneiro con algunas modificaciones, invito al lector a atribuírselo a los destellos de la memoria que a veces le cuesta aposentarse en un solo lugar, como suele ocurrir cuando la escritura se vuelve forastera para inquirir sobre la huella y el olor de nuestros muertos. La edición que estamos dedicando a Alfredo en el Elefante Bocarriba desde el amanecer temprano del 24 de octubre, ha significado también, para mí y para muchos de sus amigos y camaradas, un acto similar al que viven ciertas plantas que duermen un sueño fugaz y de golpe se despiertan abriendo los ojos y los poros tan sólo para maravillarse o para unirse a la refulgencia del mundo.
Re-escribirlo no es, pues, un aprieto sobrevenido por exigencias de otro orden que no sea el provocado por la lúdica, cálida y afectiva manía de darle curso a la recordación, así como cuando llueve sobre los paisajes y éstos reverdecen y despiden sus primaveras, sus aromas.
Hugo y Alfredo son esos brotes y la memoria los acompaña, a veces tristemente, pero siempre invicta, con ternura y gracia, en duelo fértil, como alguna vez le escuché decir a nuestro querido poeta Gustavo Pereira.
Esta vez, dedico este texto con amor firme y añejo, a mi hijo Juan David Ruiz Montañez, a quien veo siempre con su honda mirada montado en el lomo del paquidermo; y a Kloriamel Yépez Oliveros, amiga y secuaz entrañable en el camino de la jungla.
Ahí va el texto:
El 9 de diciembre del 2011, despierto y aún en cama, pero con un sentido del honor único y sumergido en una extraña fascinación, casi heroica, que me permitió comprender la pesadilla vivida tras un procedimiento exploratorio llamado cateterismo de diagnóstico (trombos, arterias complotadas, cardiopatía isquémica y otras palabrejas que gustan mucho a las compañías de seguros), una llamada de mi amigo el Primer Teniente Juan Francisco Escalona (hoy Capitán), ayudante del Presidente Chávez, me dejó sin aliento:
-Paisano –me dijo con jocosidad- el Comandante lo anda buscando como palito e´ romero”.
-¡Carajo, y eso? – le pregunté antes de aclararle que yo no era guate de Biscucuy de donde él es oriundo, sino de Barinas. Ya Hugo le había dicho a Escalona que él era más veguero que yo “porque a Federico lo que le gusta es Europa”. Nos reímos.
Ya vía a casa en horas de la tarde, en plena autopista, el Presidente Chávez me llamó al celular. Entonces se produjo una conversación entre ambos que, si la psicología sirviera para caracterizarla, no le alcanzaría su facultad para definir el fulgor y la multiplicidad de signos, figuras y códigos verbales que poblaron unos treinta minutos de “labia”, de tropel verbal, como si una palabra buscara a la otra para extraviarla en el parloteo incesante, eufórico y apasionado de dos amigos de la infancia adolescente.
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-Te llamo el 19 en la mañana –me dijo.
Y lo hizo. Y hablamos. Y de esa conversación pausada pero emocionada y llena de asombrosas revelaciones de sus hallazgos durante la convalecencia, surgió la idea de mi libro “Un Puñado de pájaros contra la gran costumbre”, una compilación de textos de jóvenes sobre el 4F y el espíritu del prólogo que escribí al libro “4F Un día para siempre” organizado por el poeta y hermano Miguel Márquez.
De otras llamadas sucesivas sacó de la chistera de su imaginación, que era como su especie de género literario para tantear el detalle exclusivo, minucioso de su musa: la historia de los hechos, la política, el surgimiento de las ideas, una pregunta inquietante
-¿Qué crees tú qué pensaría Alfredo Maneiro de todo esto -me preguntó. Yo le respondí como habría de hacerlo el propio Alfredo: “exactamente lo que tú estás pensando”. En realidad se trataba de un truco cuya caída yo le conocía desde nuestra época de adolescentes. Hugo quería saber qué pensaba yo de lo que había ocurrido en las vidas de antiguos camaradas de la conspiración originaria, histórica. “¿Qué le pasó a fulano y a zutano”?, me preguntaba sin parar.
Entonces recordamos La noche de las tajadas frías.
El 18 de mayo de 1978 se produjo por fin la primera reunión de Hugo Chávez con Alfredo Maneiro. Mi hermano Wladimir había ya introducido el tema de la Causa R entre ambos y yo por mi parte, sin saber exactamente que para entonces Alfredo ya había pensado en la “otra pata”, la militar, le había pintado a ambos el retrato de un encuentro para apostar a un tramado, a un modo de acompañarnos, de no sentirnos tan acorralados, como yo entonces creí que estábamos en medio del desolador paisaje de la izquierda de esa época en Venezuela y el mundo.
Parte de esta historia es conocida. El mismo Hugo la contó por primera vez en la sede del PCV, cuando habló de mi padre comunista y de la influencia de él en su formación inicial. Pero esa vez no habló de La noche las tajadas frías.
Frente al CC del PCV y de nuestra querida María León, Hugo contó que ese día del encuentro con Alfredo en Maracay, yo me había comido un bojote de huevos sancochados y que tuvo que llevarme de emergencia a un hospital militar.
Lo cierto es que en esa reunión celebrada en un apartamentico, después de media tarde, casi al anochecer, la densidad y variedad de temas (lucha armada, acción directa, Mao, la vanguardia, SIDOR, la Comuna de París, la polarización adecopeyana, la inutilidad de la izquierda), abrió un paréntesis y Hugo exclamó: “¡Bueno, Alfredo, en esta casa no hay nada que comer!”. Pero no fue así, pues Nancy Colmenares, su primera esposa y amiga de los Ruiz y de Sadia Yordi, y yo, ya habíamos hecho una inspección rigurosa en la cocina: dos paquetes de pasta larga, un frasco rancio de mostaza y otro de mayonesa; un trocito de queso blanco antiguo y oloroso, un litro de aceite y un racimo de plátanos maduros pasados. Expuse el menú y Alfredo gritó:
“¡Tajadas, Federico. Tajadas y pasta!”
Y así fue. La conversación se alargó hasta que Alfredo acabó con la más minúscula de las tajadas y la olla de espaguetis. Terminó la reunión y Hugo y yo nos fuimos a Barquisimeto a ver a su ahijada Tatiana Carolina, hija de Sadia y Wladimir, que estaba recién nacida.
Tres décadas después, el hermano, el camarada y comandante, construyó un relato para hacerme pasar a la historia de esta revolución como el más fabuloso degustador de huevos cocidos en carretera que él haya conocido.
El 19 de diciembre de 2011 también nos reímos de ese invento.