Por Luis Britto García
Por desviar la atención del atormentado torbellino del altar barroco de la iglesia de San Francisco de Quito, el sacerdote Domingo Muñoz la vuelve hacia el artesonado mudéjar y luego hacia el torrente de la cabellera de la feligresa, apenas visible tras la rejilla del confesionario y el velo. La feligresa confiesa un pecado simple como una línea recta. Engaña a su marido con su celoso amante Maurel. Muñoz la envía a hacer penitencia frente al altar. La feligresa camina en dirección opuesta hacia el portal, donde el resplandor de la plaza la convierte en una mujer vestida de luz.
Domingo Muñoz la sigue. Al trasponer el portal mira por el rabillo del ojo al mendigo disimulado en la penumbra que alternativamente cubre y descubre su rostro en sombras con un papelote garabateado de incoherencias. De allí a que terminen el confesor Domingo Muñoz y la feligresa Wanda acusados del envenenamiento del marido no hay más que un paso. La iglesia impone unos fueros y la política otros. Muñoz y Wanda son remitidos a la lejana Caracas, aldea revoltosa devastada por los terremotos y las guerras. Wanda logra su libertad, según atestigua el minucioso cronista Jean Merrien, valiéndose de un recurso del cual dispone toda mujer bella. Por el ventanuco casi a ras de acera de la prisión eclesiástica de la catedral de Caracas, Muñoz atisba la
entrada de las tropas independentistas, que cabalgan blandiendo lanzas ensangrentadas. Sus caudillos fusilan desertores, homicidas, convictos de pillaje. En el tumulto se abren arcas y prisiones. Muñoz escapa confundido con rateros e independentistas. Repartiendo bendiciones entre mendigos y cocineras obtiene la noticia de que Wanda comparte el lecho con Maurel y con el jefe de la policía. Una casa en llamas y un amante apuñalado no llaman la atención en la aldea sometida a los furores de la ley marcial. Arrastrando a Wanda consigo Domingo Muñoz se une a partidas de fugitivos realistas que por las trochas de la montaña buscan las caletas del litoral y las goletas que a cambio de fortunas los llevarán hacia las Antillas todavía dominadas por su Sacrar real Majestad.
La única fortuna de Domingo Muñoz es su habilidad para ofrecerla. La mañana en que la precaria goleta leva anclas predica como nunca a los harapientos tripulantes. La cólera de Dios había sembrado las iglesias de altares cuya violenta confusión enloquecía a los hombres, y la tierra de hombres desnudos vestidos de la sangre de los degollados. La obra de Dios había de empezar esa madrugada en el mar.
En los Archives géografiques consigna Maurice Magre que el 4 de agosto de 1822 el marino Hugh Hamilton testifica ante el almirante Fergusson, comandante de la guarnición de Jamaica, que embarcado en el sloop The Blessing en vía hacia Santiago de Cuba fueron abordados por el schooner Emmanuel, que lucía una bandera negra que ondulaba como una sotana. Que el infortunado capitán Smith no pudo ofrecerles más que cien toneles y cincuenta sacos de harina. Que en recompensa fue obligado a saltar al mar por la planchada y abaleado al tratar de asirse al casco. Que el hijo del capitán Smith gritó, el capitán del schooner le partió el cráneo de un culatazo y lo arrojó también al mar. Que incendió el sloop y abandonó en una chalupa a los tripulantes, recogidos misericordiosamente el 28 de julio de 1822 por el schooner Marie-Anne. Que el pirata era alto, robusto, de rostro alargado, nariz aguileña, edad de cuarenta y cinco años y sus secuaces lo llamaban Muñoz.
En su Voyage dans la République de Colombia, el francés Mollien recoge un testimonio del inglés Houston que reconoce como Domingo Muñoz al capitán de un velero de bandera negra que aborda su canoa sólo para comprar pescado. Al mástil del velero estaba encadenada como un animal una mujer de ensortijada cabellera.
Testigos de confianza sitúan la guarida del réprobo en Cerrito Colorado, donde la expedición punitiva del almirante Padilla sólo encuentra un cadalso, restos de un campamento y un poste con una larga cadena que termina en una pulsera abierta. Otro testimonio sitúa a Domingo Muñoz diciendo misas negras en una caverna de Aruba, mientras a su alrededor danza una mujer semidesnuda.
La crónica quizá exagera sus crueldades o sus botines o le atribuye los de otros en un mar plagado de piratas peruanos, grancolombianos y de filibusteros de New Orleans. Quizá es fantasiosa la especie de que organizaba elaboradas ceremonias en donde cada prisionero colaboraba activamente en la muerte de sus compañeros de infortunio.
Esta historia debería tener un fin; como el mar, parece no haber comenzado ni terminado nunca. El aventurero se pierde en él sin dejar más rastro que la espuma. Nadie nace pirata; la piratería es apéndice o enmienda de una profesión anterior. En la iglesia de San Francisco de Quito me pregunto cómo puede enloquecer a alguien su altar barroco: por su agregación contradictoria, por su soberbio poder sin objeto, por su fracasada mímesis de la gloria ejecutada con el perecedero esplendor de la tierra, por el místico primor operante de los contrastes, por querer agotar en el constreñido instante la dilatada extensión de la eternidad. Por anhelar la ruptura de los compartimientos que sosegadamente dividen tiempo de espacio e infinitud de finitud. Pero sobre todo por tentar la mixtura de los incompatibles: la gracia con el método, la insignificancia con la omnipotencia; el más acá y el más allá. Perlas de magnificencia finge mostrar en cada sorbo de Dios: sólo reúne la pequeñez con lo incolumbrable. Y todavía pretende narrar la demasía en el discreto signo de la talla.
Tratándose de seres humanos es ilusorio suponer que parecidas causasarrastren semejantes efectos. Anoto sin embargo que ante el altar de San Francisco en Quito –más que en la centelleante capilla de la catedral de Puebla- se hace patente que no hay un Dios, pero que está en proceso de haber uno. Desde la pululatoria diversidad –cuya imagen es el barroco- habrá al fin una unitaria conciencia de todo incluyéndose en ello la de la ignorante plétora de los procesos que en el culminaron. Así como este Dios podría ser un efecto podría también ser remota y todavía inexistente causa: generarse en el futuro abismamiento del todo en lo uno o bien ser agonía de lo uno revirtiendo en el tiempo en la pululante diversidad del todo: puede
que al culminar cualquiera de los extremos de este viacrucis muera: somos sus partes o tentáculos situados en uno u otro de los puntos de este proceso y nuestro deber es constituir el uno o disgregarlo entregándonos a los laberínticos martirios de la heterogeneidad, la contraposición, lo inagotable: Dios es barroco y la prueba de ello es el mundo, sus inagotables tropeles, su torbellineante mar. Prometo no contar esto a nadie. Con paso incierto escapo haciendo chirriar los maderos del piso hacia el portal, donde un mendigo se tapa y destapa la cara con papeles donde expone en incoherentes palotes su arrepentimiento de haber creado el mundo.