Ante el espectro de una crisis alimentaria, en el contexto del conflicto en Ucrania, el fenómeno del acaparamiento de tierras (land grabbing) también está aumentando. Una práctica del neocolonialismo, extendida a nivel mundial, que conecta las características de la fase de acumulación primitiva de capital con la de financiarización de la economía. Grupos privados, bancos, empresas o fondos financieros que realizan una transacción lucrativa o una especulación a gran escala, se apoderan de tierras en los países del Sur, en perjuicio de comunidades locales y la soberanía de los Estados.
La rápida expansión del acaparamiento de tierras agrícolas en los países del sur por parte de estados ricos y fondos de inversión, comenzó con la crisis alimentaria de 2008. Y se calcula que, para 2030, sea necesario encontrar otros 120 millones de hectáreas de tierra agrícola para satisfacer la demanda de alimentos. Periódicamente, algún relator especial de la ONU para la seguridad alimentaria, da la voz de alarma quejándose de la ausencia de reglas claras en las transacciones; porque perjudica a los agricultores pobres; y se lamenta de la «paradoja» de que entre las personas más expuestas al riesgo alimentario, se encuentren los 500 millones de mujeres y hombres de quienes depende en gran medida el futuro del planeta: los trabajadores asalariados del sector agrícola, expropiados o explotados por las multinacionales de la agroindustria, con apoyo de gobiernos interesados en el lucro y no en la protección de sus derechos básicos.
Entre las plataformas de monitoreo que recopilan datos sobre adquisiciones de tierras, y que se postula como independiente, se encuentra Land Matrix. Sobre sus datos, en Europa, se ha elaborado el informe “Los dueños de la Tierra. Land Grabbing Report 2022: Consecuencias para los derechos humanos, el medio ambiente y la migración”, de la Federación de Organizaciones Cristianas para el Servicio Voluntario Internacional (FOCSIV), que lo presentó al senado en Italia. Dice que casi 92 millones de hectáreas de tierra en el mundo han sido acaparadas por parte de estados soberanos, multinacionales y grupos criminales; en perjuicio de campesinos, indígenas y comunidades locales. Este escenario podría empeorar por la inestabilidad provocada por la pandemia de Covid-19, y por el conflicto en Ucrania.
Sobre este tema, en 2015, una denuncia del partido alemán de izquierda Die Linke ofreció una clave de interpretación complementaria del conflicto en Ucrania, que sería utilizado para tolerar los asuntos sucios de las multinacionales, del Banco Mundial y del FMI, o sea, para permitir que empresas como Monsanto, a la que ya se le vendió más de la mitad de la tierra fértil de Ucrania en 2015; eludan la prohibición de la UE sobre la producción de organismos modificados genéticamente (OMG).
Una maniobra que pudo implementarse, dice la denuncia, luego de haber aniquilado con un golpe al gobierno anterior que se oponía a una de las grandes liberalizaciones de las leyes de ordenamiento territorial. Die Linke mencionó un crédito de 17 millardos de dólares otorgado a Ucrania en 2014 por instituciones financieras internacionales lideradas por el FMI, y argumentó que el préstamo fue utilizado por el gobierno de Kiev para distribuir cultivos entre corporaciones.
El país más afectado por el acaparamiento de tierras es Perú, con 16 millones de hectáreas robadas, de las 91,7 millones de hectáreas adquiridas a nivel mundial, seguido de Brasil, donde la extensión de tierra obtenida por grandes actores estatales o grandes empresas es igual a 5,2 millones de hectáreas, Indonesia con 3,6 millones de hectáreas, y luego Papúa Nueva Guinea y Ucrania, ambos con 3,3 millones de hectáreas. Entre los países que más invierten en acaparamiento de tierras, Canadá ocupa el primer lugar, con unos diez millones de hectáreas, y luego Estados Unidos y Suiza, ambos con 8,8 millones de hectáreas.
Diversos estudios en América Latina han destacado la extensión del fenómeno también en Colombia; donde los gobiernos a sueldo del gran capital internacional han permitido la expulsión forzada y el acaparamiento de tierras para promover tanto el extractivismo como el agronegocio, para controlar territorios considerados hostiles por ser de interés para organizaciones populares. Por ello, es fundamental el énfasis que la Constitución bolivariana pone en el control del territorio, más aún hoy, ante la necesidad de favorecer las inversiones extranjeras, manteniendo la defensa de los derechos laborales y del medio ambiente.
Desde 2015, en Venezuela se ha prohibido el uso de OGM en la agricultura, se ha propuesto la figura de la “semilla ancestral”, y se sigue impulsando la producción agrícola nacional para no tener que depender de los grandes monopolios internacionales que solo buscan patentar un conocimiento que le pertenece a la humanidad. Un éxito aún más importante frente al asedio del imperialismo que quiso cortar la compra de alimentos en el extranjero, y apoderarse de los recursos del país.
Por eso, partiendo de la Constitución bolivariana, de la raíz zamorana de la revolución (una de las tres que la componen), y de las ideas de Hugo Chávez, el proceso reflexiona y construye en torno a la tríada: comuna, territorio y soberanía; conjugando saberes ancestrales y nuevas tecnologías bajo el control del poder popular y de un Estado que garantice sus derechos y su futuro.