Es la noche del 26 de febrero de 1989. Joaquina se debate entre la desesperanza y el infortunio. El llanto de los hijos y el de ella misma, la intranquilizan al punto de amargarle su paz. No han comido en todo el día. El patrón de la fábrica donde trabaja en La Yaguara la explota diariamente de tal forma que al llegar a su rancho de ella solo queda un cuerpo exprimido. El hambre carcome sus entrañas cual alimaña posándose en la pobreza crítica, ensañándose, devorando todo, al tiempo que descolora el brillo de los ojos de sus tres hijos. Esta mujer es la síntesis implacable y auténtica de la gente bella que puebla la Venezuela que comenzó a desdibujarse con la Cosiata y que parece haber alcanzado su punto máximo convertida en el pez que fuma. Una Venezuela acostumbrada a padecer, a soportar la tortura eternizada en la demora de un plato de sobras, preñada de niños que atesoran basura aderezada entre perros.
Ya es de madrugada. Joaquina arranca la hojita vieja al almanaque pegado en el clavito de la pared de la cocina. Es 27 de febrero. Se acuesta acurrucada porque piensa en una arepa, un pancito, alguito que comer. Entre una y una y media, los niños duermen junto a su madre. El más pequeño está soñando. Sonríe y coloca los labios como si estuviese succionando. Quizás recuerde la época en que ella lo amamantaba. Los otros dos se levantan abruptamente: el hambre interrumpe el sueño que, convertido en furia, roe sin piedad el sosiego nocturnal. Joaquina, en su rancho de Guarenas se levanta a las 2 en punto a orinar, luego contempla por unos instantes a sus hijos e intenta sumergirse en el sopor en el que inquietos nadan sus niños.
Trata de recordar si en algún lugar queda una latica de sardinas, algún tomate, un pedacito de pan viejo, algo, y nada, recuerda por enésima vez que ya ha supervisado cuanto recoveco existe. A las 2 y media el hambre es bestia indetenible que se cuela impertinente, trocando en inservible el sueño acertado que escapa de los pliegues de la mente. En cada minuto transcurrido el hambre se convierte en una llaga que aleja raudamente la ternura.
Ya las saetas del reloj marcan las tres y cuarto. Esta hora es eterna sobre todo cuando la circe insulsa esclaviza con su flama convulsa, maligna y perniciosa el estómago. Faltan cuarenta y cinco minutos para que el despertador tiemble sobre la mesita de noche. En este intervalo de espera el hambre ya es delincuente, pariente despreciable de la muerte, es fiera destructora, es lágrima espesa en un sórdido lamento, es una cruel sentencia publicada, es miedo, es pena, es sepultura, es mal pensamiento, es hórrido tormento, es criminal inerte.
Son las 4 de la madrugada. Los niños duermen tranquilos porque vencieron el hambre. Ella va al baño, se ve en el espejo, se echa agua en la cara. Exprime el dentífrico hasta que logra sacarle un chorrito escuálido de pasta dental. La coloca en el cepillo. Pasea sus dientes. Escupe el agua blanquecina. Se pone el pantalón, la blusa, revisa su cartera, besa a sus hijos. En lo que sale, le pide a la vecina que los despierte a las seis para que vayan a la escuela. Lo que no sabe Joaquina es que una noticia terrible la espera en la parada de busetas: ¡subieron los precios del pasaje!