El capitalismo atraviesa una de las mayores crisis del último siglo. Se ha producido una grave depresión derivada de la pandemia de Covid19. Con la crisis económico-sanitaria se exacerban la pobreza, discriminación de minorías, crecientes desigualdades… En lo político, se agudizan las contradicciones internacionales y las divisiones internas con el surgimiento de fuerzas neofascistas.
Por la misma naturaleza del imperialismo, esas condiciones generan mayor agresividad, intervencionismo regional y mundial, políticas guerreristas, el ascenso de factores ultrareaccionarios y ataques abiertos contra el progreso.
La debilidad que engendra la crisis, desata violencia y guerras en la desesperación imperial por mantener la supremacía y optimizar la acumulación capitalista.
En el S. XX, esa es la explicación de las dos Guerras Mundiales, el ascenso del fascismo, la guerra económica que profundizó la Gran Depresión; las más graves tensiones de la Guerra Fría.
Después de la desintegración de la URSS, los EE. UU. imponen un orden mundial de dominación; que les permite desplegar sus intereses sin ninguna resistencia o respuesta.
Sin embargo, en las últimas dos décadas se ha producido un cambio progresivo y muy notable en la correlación de fuerzas en el mundo que apunta a la desintegración de la unipolaridad.
Por una parte, la crisis estructural del sistema debilita al imperialismo yanqui; por la otra, se consolida el gigante euroasiático.
Rusia se levanta de las cenizas después de la descomposición sufrida con Yeltsin y de la mano de Putin se reconstruye como una gran fortaleza política y militar, con liderazgo global en la defensa de la convivencia pacífica y el progreso.
China, por su parte, exhibe un asombroso desarrollo económico, que la convierte en el motor productivo del planeta y que en pocos años será el primer poder económico del mundo.
Entre estas dos naciones se ha establecido una estrecha alianza integral, basada en intereses comunes, sin fisuras y con una visión compartida de un mundo multipolar, que estimule la cooperación y el desarrollo de las naciones.
Obviamente, el imperialismo yanqui no puede aceptar apaciblemente el derrumbe de su hegemonía y desata un curso de confrontación caótico y aventurero.
El más reciente capítulo de esta peligrosa decadencia lo encabezó Biden, al llamar asesino a Putin, junto a otras amenazas, acusar a China de violación de los DDHH y, a ambos, de injerencia en la política yanqui. A todas estas, la Unión Europea se pone vergonzosamente a la cola de la política gringa.
Insólitamente, a Biden no le basta con que su Estado terrorista haya cometido las peores tropelías contra la humanidad, sino que ahora pretende dar lecciones de moral al mundo.
Esta bravuconada arrogante del anciano presidente y sus lacayos procura invertir la realidad de la manera más grotesca, además de tratar, inútilmente, de amedrentar a potencias consolidadas.
Lanzan amenazas temerarias y convierten a las sanciones económicas en el principal instrumento de su política exterior. Intervienen en los asuntos internos de las potencias euroasiáticas sobre la base de la mentira y la manipulación para generar presión internacional y divisiones a lo interno de esas naciones (casos Navalny, Crimea y Hong Kong).
No obstante, estos ataques van a estrechar aún más la alianza estratégica Rusia-China, conjugando la impresionante fortaleza económica de esta última con el rol geopolítico y el poderío militar ruso al servicio de un mundo multipolar.