La victoria histórica de la izquierda colombiana con Gustavo Petro y Francia Márquez constituye un hecho histórico en la historia del pueblo colombiano. Por primera vez en las últimas dos décadas, es derrotado el uribismo, la expresión más acabada de la política de las oligarquías, así como del flagelo del narcotráfico y el terrorismo de Estado.
Esa victoria revela un cambio importante en la correlación de fuerzas internas de ese país. Por los momentos, esto podrá abrir causas a lo interno hacia políticas sociales, que permitan mayor justicia en la distribución de la riqueza y la atención de los grupos sociales más vulnerables. Asimismo, se podrá oxigenar el sistema político de ese país a través de mayor participación democrática de las mayorías.
Esos y otros cambios representan avances importantes para el sufrido pueblo colombiano. Sin embargo, transformaciones más profundas, como las que reclama la sociedad colombiana, solo vendrán al calor de jornadas de luchas, que trasciendan el terreno electoral. Solo la organización de un poderoso movimiento popular y su despliegue sobre la base de un programa político coherente, irán agrietando las estructuras de un sistema de injusticias, grotescas inmoralidades, entreguismo y terrorismo; como el que encarna el capitalismo dependiente y narcotraficante colombiano. En esa lucha, el movimiento popular tendrá un importante apoyo del gobierno conducido por un hombre progresista y de voces de cambio en el parlamento, pero será el empuje del pueblo el que, en definitiva, provoque esos cambios históricos.
Mientras tanto, en lo internacional, el gobierno de los EEUU pierde su principal instrumento al servicio de su política de injerencias y agresiones en su “patio trasero”. Ningún gobierno en la región -¡ni quizás en el mundo!- es tan servil a los intereses de Washington como el de Duque. Todos los gobiernos progresistas y socialistas de la región tenían en la camarilla narcoterrorista colombiana a los representantes más genuinos de las agresiones de la Casa Blanca.
De tal manera que esta derrota del uribismo constituye un durísimo golpe a los planes del imperialismo en América Latina y el Caribe.
En primer lugar, las relaciones con Venezuela, de acuerdo a las primeras declaraciones del presidente electo, serán normalizadas en lo político y económico. La agresión a nuestro país ha sido el resultado de la geopolítica imperial, que ha contado con el apoyo vergonzoso de gobiernos de la región, especialmente, del colombiano. No hay un solo plan de ataque, desestabilización o injerencia de Washington, que no haya tenido el respaldo decidido y protagónico de las élites del poder económico y político del vecino país. Eso va a cambiar. No se tratará con Petro de un aliado estrecho de la revolución bolivariana, no obstante, todo hace indicar que la geopolítica imperial ha perdido una pieza muy importante.
Esto también se expresará en los esfuerzos integracionistas en la región. Las elecciones en el país neogranadino fue un nuevo avance en la correlación de fuerzas continental que desde hace unos 4 años ha venido girando hacia el progresismo. No tiene el mismo signo ni contundencia que el proceso encabezado por Chávez, Lula, Kirchner, Fidel y Raúl hace más de una década, pero es un cambio muy positivo y significativo.
El imperialismo pierde terreno y nuestros pueblos tienen que responder a este momento con más unidad, con coherencia en los planteamientos y claridad sobre la necesidad de que la única forma de desarrollar nuestras naciones, y darle bienestar y justicia a nuestros pueblos es liberándonos del tutelaje yanqui; lo cual no lograremos con discursos ni ambigüedades, sino con unidad y lucha.