La década de los 80 debió representar para la burguesía venezolana que le correspondió agendar la herencia del trono de la alucinante renta petrolera, cuando CAP inauguró su autoproclamación como “líder del Tercer Mundo” por allá en 1973 y sus dislates pasaron a ser tesoros conversacionales de semiólogos y afines aposentados en los cafetines de las universidades; ese periodo, digo, debió lucir también como una pista de hielo por donde una manada de lobos debía deslizarse con cautela sin mojarse la cola, como reza un mensaje del tarot astral atribuido a Confucio: se trataba de llegar a tiempo, o antes de otros más codiciosos, y no dar pistas para ser avistados escandalosamente: aquellos 45 mil millones de dólares que la “providencia” (Rafael Caldera dixit) subterránea del petróleo convirtió en boom los museos de las Bellas Artes de Sofía Imber, el Ateneo de los Otero, el Hipódromo, las canciones de Lila, los autos descapotados, las páginas de opinión de El Nacional y el Universal y sobre todo frisó con papel moneda las entidades del tesoro público del Estado, y los fiduciarios de ese descomunal capital privado salieran como perros por su casa a los templos bancarios del exterior, con la aquiescencia del CAP y sus banqueros del CEN del partido de Juan Bimba y otras élites del reino: sindicales, militares, eclesiásticas, detectives dados a la escritura; en fin, si esas lochitas eran constantes, no debían ser necesariamente sonantes: 30 mil millones de dólares, quizás más, pero nunca menos, provenientes de los ingresos de la venta del crudo celestial, se alojaron en otros paraísos del planeta y, así, en cámara rápida, Venezuela bate otro récord mundial, esta vez en el género del cine de terror, y produce un largo metraje conocido como El viernes negro.
Aristóbulo, David
En los vericuetos de este relato preliminar al examen con lupa de la hora política venezolana y las entrañas del Caracazo, la insurrección popular contra el propósito fondomonetarista cuya mecha fue encendida en Guarenas en protesta por el aumento de la gasolina y el alza del transporte público que anunciaban las pretensiones del FMI, estábamos en Mérida un grupo de amigos esperando la llegada de Aristóbulo Istúriz, invitado por su entrañable amigo David Fermín, creador de un gremialismo universitario sin precedentes en la ULA, varias veces Presidente de la Asociación de Profesores y protagonista esencial de aquel escollo innombrable que selló la defunción del partido del Maestro Luis Beltrán Prieto Figueroa, el MEP.
David y Aristóbulo desde jóvenes dieron muchos pasos juntos. Cuando Acción Democrática tuvo una de esas movidas de columna vertebral que hacía zarandear el statu quo concebido por sus propios dueños, o bien para mantenerse en el poder o para ejecutarse entre ellos golpes de estado entre sancochos y romerías y así reacomodar la silla; o cuando los casi fantásticos episodios de corrupción (El Sierra Nevada, el Banco de los Trabajadores, la Partida Secreta de CAP), dejaba irreparables rendijas producidas por el tanganazo que recibía su cimiento, del portón de la casa de AD se iban dirigentes apreciados por el pueblo como gente decente, buenas personas, como fue el caso de Aristóbulo –y el de varios, David Fermín fue uno muy notorio- salían por sus propios pies y las cabezas erguidas. Ambos se fueron al MEP de Prieto, que albergaba un ideario cálidamente socialista, y desde allí desarrollaron liderazgos identificados profundamente con el gremialismo docente. Aristóbulo fue la figura pública y política de muchas experiencias fundacionales de los gremios del magisterio y de los maestros venezolanos.
Ese día, cuando llegó Aristóbulo y su presencia milagrosa animó la reunión al punto de desplazar una disonante música de fondo que runruneaba la casa de David (creo que eran boleros versionados por músicos electrónicos), él preguntó con desbordadas ganas de bochinchar: “Y de qué tanto se habla aquí, David”.
–Estábamos hablando de ti y de Luis Herrera –le lancé yo desde una esquina para alborotarlo, y a partir de ese momento todo se tornó lúdico, incisivo, cáustico, y como suelen ser las palabras a veces: lenguas indomables y liberadoras de secretismos palurdos.
Entonces aparece Maneiro
Por esa unanimidad que otorgan el silencio y las miradas cómplices, me tocó a mí versionar el parloteo inicial. Quizás en ese instante, lo que quise destacar en esa sinopsis a Aristóbulo, fue precisamente lo que no le dije; pero como cuando se arma un lego, entre todos lo hicimos, y él agregó ciertos condimentos sobre la transición de su historia personal, que fue, al mismo tiempo, un correlato del tema: pero entonces aparece el nombre de Alfredo Maneiro.
Confieso que para mí, y así lo dije esa noche, tal alusión a Alfredo me cayó como anillo al dedo, y lo diré evocando a Aristóbulo, cuando describió la escena de esa histórica reunión en la que él poco habló, pero escuchó a Maneiro con la misma atención de un alumno frente al maestro explicando una fórmula matemática, una ecuación de primer o segundo grado:
-Alfredo –le dijo Istúriz al “Gordito” Maneiro– “Yo entiendo perfectamente todo lo que has analizado y lo comparto, y desde ya estoy contigo, pero dime una vaina: ¿cómo y con quién vamos a tomar el poder en este país”?
Alfredo le respondió exactamente: “Así mismo, Aristóbulo, así como lo estás pensando tú”.
Antes de proseguir en la espesura del tema que nos llevó a Hugo Chávez y a la R al revés, pasando por Andrés Velásquez, Jorge Olavarría, el Coronel Álvarez Beria, el plan de Maneiro en Guayana con el grupo Matancero, y de lo que ya era una conspiración vigilada, la del 4F de 1992, de la cual Aristóbulo, como muchos, sabía pero sólo lo suficiente como para entender por dónde iban los pasos, hacia qué otros paisajes y utopías se dirigían, Aristóbulo bailó salsa con una muchacha, compartió anécdotas sobre Prieto, se burló a algunos personajes del MEP nombrándolos por sus apodos, que sólo David Fermín podía identificar claramente, contó que Luis Herrera Campins creía que él iba a afiliar el magisterio a un sector copeyano y, por esa vía, le dedicamos un buen tiempo a caracterizar a ese Presidente que hacía uso de las palabras públicas con rodeos jocosos, alusivos a una suerte de anecdotario cultural del idiolecto venezolano popular, para meter el dedo en esa llaga que también llevaba su impronta: la deuda externa, los 30 mil millones de dólares que sirvieron de colchón para financiar el saldo mortal que recorrió las arterias de la economía venezolana.
Después de esa noche, vi muchas veces a Aristóbulo en los actos públicos con Chávez. Lo acompañé en varias ocasiones en el llamado gabinete social cuando fue Ministro de Educación. Vino a Barinas a inaugurar el primer liceo bolivariano y compartió con mi sobrino Raúl.
Hoy se fue pero se llevó parte de nosotros, y nosotros aquí, nos quedó su entereza, su risa escandalosamente natural, su modo de decir las cosas, sus lumpias con Chávez, su tránsito por la Alcaldía de Caracas y por distintos ámbitos de la vida política de Venezuela.
Federico Ruiz Tirado – @fruiztirado