El comandante de la Revolución Bolivariana estaría arribando a sus 68 años y, aunque lleva casi diez físicamente ausente, sigue siendo el faro que señala el camino en medio de tantas vicisitudes y asechanzas
Un relámpago de la historia, en febrero de 1992, lo ubicó para siempre en ese lugar donde no es posible ocultarse más. Pocas veces una rendición había dado tantos frutos. Las palabras que pronunció Hugo Chávez Frías en aquel momento nacional de rompe y rasga fueron como la siembra de una semilla. Poco menos de siete años después, el país dio un vuelco electoral y con ello —dicho sin exageraciones— cambió de rumbo buena parte del acontecer geopolítico hemisférico.
Sin el sonoro “por ahora” de aquel magro y firme comandante de paracaidistas, la derrota política le habría correspondido al fracaso militar de la insurrección.
Pero ese brevísimo discurso rompió con todo. El statu quo trató de reimponer su orden al viejo estilo (suspensión de garantías, prisión de los rebeldes, falsos discursos de arrepentimiento a cargo de viejos dirigentes), pero la falla geológica dejada por ese terremoto político-militar resultó demasiado severa y era cuestión de tiempo para que todo el tinglado de la llamada democracia de Punto Fijo se viniera abajo.
Así debutó en sociedad el barinés Hugo Rafael Chávez Frías, en ese momento de 37 años, teniente coronel del Ejército, de la aguerrida rama de los paracaidistas. Irrumpió en el momento preciso, cuando el modelo político de la democracia representativa, ese que los expertos habían caracterizado como un populismo rentista de conciliación de élites, estaba haciendo aguas, carcomido por la corrupción y por el veneno del neoliberalismo, que había acabado con la ilusión de la armonía social, con el falso consenso de las clases antagónicas.
El antecedente más importante fue el Caracazo de 1989, tres años antes, pero es un hecho histórico que el llamado caldo de cultivo que burbujeaba en la sociedad venezolana estaba muy espeso y maloliente desde antes de esa fecha emblemática y era el resultado de una larga e infame deuda con los excluidos.
Chávez insurgió de las entrañas mismas del colectivo, con su apariencia inequívoca de hombre de pueblo, con sus rasgos de soldado campesino, de pobre urbano, de indígena, con una presencia marcial, pero sin el oropel de los generales de ese entonces, y un verbo que sorprendió desde el primer día a partidarios y detractores.
Algunos observadores agudos habían anticipado el fenómeno. El poeta y periodista Luis Alberto Crespo cuenta en un libro que se topó con el entonces capitán Chávez Frías en Elorza, llano adentro, mucho antes del 4 de febrero. Oyó su discurso y pronosticó: «Ese capitán va a echar una vaina en este país porque anda ardiendo».
La metáfora de la llamarada impactó tanto al comandante que la citó en una de sus últimas conversaciones con Fidel Castro de las que se tenga registro, en diciembre de 2012. Él mismo echó el cuento cuando bajó del avión, la víspera de la que sería su última proclama, el célebre discurso de «claro como la luna llena».
En el diálogo informal con periodistas y ministros que fueron a recibirlo a la presidencial Rampa 4 del aeropuerto de Maiquetía, Chávez dijo que le había «caído a poemas a Fidel» y mencionó, además de Crespo a Alberto Arvelo Torrealba, César Rengifo y Andrés Eloy Blanco.
El discurso del 8 de diciembre fue como el paréntesis de cierre de la biografía retórica del líder de la Revolución Bolivariana. Si el «por ahora» del 4F marcó el comienzo de una meteórica carrera política, el «hoy tenemos Patria» del 8D fue el impresionante y dramático epílogo de esos apenas 20 años de trayectoria.
Entre esos dos hitos discursivos, dignos de una muy detallada hermenéutica, fueron miles los mensajes y alocuciones de Chávez, pues el grueso de su actividad como líder se basaba en la comunicación.
En un perfil publicado en Ciudad CCS, se señala que «sus adversarios (los de la derecha en todas sus variedades y los de la izquierda exquisita) siempre lo dibujaron como un parlanchín. Pero basta oír o leer cualquiera de sus abundantes y largos discursos, sus Aló presidente, las respuestas que daba en entrevistas y ruedas se prensa, las participaciones repentinas en programas de VTV y hasta sus tertulias informales y bochincheras; para convencerse de que fue un gran comunicador, un activista del verbo, capaz como muy pocos de poner el debate ideológico en el primer plano que debería estar siempre».
«El discurso del 8 de diciembre de 2012 no fue una excepción. Quedó para la historia como un contundente acto de comunicación política, cargado de significados, trazador de rumbos en el comienzo de lo que ya se presagiaba como una de las noches más oscuras y tormentosas de nuestra contemporaneidad —prosigue la nota—. En la médula doctrinaria del mensaje vibró la idea de patria, el valor de la independencia, el principio de la soberanía. Allí estaba, como siempre, Bolívar, otro que murió antes de completar su obra».
Las autodefiniciones
Una buena guía para conocer a una persona es oír o leer cómo se define y describe a sí misma, cómo narra las historias de las que es protagonista. En el caso del hombre, que este 28 de julio estaría cumpliendo 68 años, son muchas las palabras que pronunció en ese sentido.
Veamos algunas de las frases que usó para autorretratarse: un soldado, una débil paja llevada por el huracán de la historia, el arañero de Sabaneta, un veguero, Tribilín, el nieto de Rosa Inés y un magallanero que lanza la rabo e’ cochino. Son definiciones humildes de alguien que sabía reírse de sí mismo. Pero también tuvo conceptos épicos como aquella arenga: “Chávez ya no soy yo, Chávez es un pueblo”.
Cuando se presentaba como parte del grupo de gobernantes de aquella primera ola de la izquierda de América Latina, utilizaba una frase de Fidel Castro: “No somos presidentes, somos unos tipos que andan por ahí”. Y ante un grupo de coautores de un libro de humor dijo: “Ustedes son humoristas; otros por ahí son cómicos… y estamos los tipos como yo, que apenas llegamos al rango de jodedores”.
Partidarios y odiadores
A casi diez años de su partida física, es aún demasiado pronto para calibrar el alcance de la veneración que los partidarios de Chávez le han profesado. A la formidable dimensión de su liderazgo se ha sumado en estos años de ausencia la sensación de que una parte sustancial de su tiempo en el gobierno (al menos desde 2005 hasta 2012) fue la mejor de lo que va de siglo.
En términos fácticos ha sido así, entre otras razones porque luego de su fallecimiento se soltaron todos los demonios imperiales y los de la ultraderecha local; en su empeño de destruir la obra revolucionaria.
Para fustigar al sucesor, Nicolás Maduro, muchos antichavistas furibundos no han dudado en hacer concesiones y admitir que el comandante era un gran líder. Esa postura contrasta con la que mantuvieron mientras él estaba en la primera línea de batalla.
Una de sus principales ventajas estratégicas fue justamente el menosprecio que le prodigaban sus rivales, incluso los internacionales. No le otorgaban ninguna virtud. Para ellos, no era inteligente, sino astuto; no tenía perspicacia, sino malicia. Algunos ni siquiera aceptan que haya sido un gran comunicador, a pesar de las evidencias en contrario. Aseguraban que su buena imagen no era resultado de sus capacidades, sino de la operación de una maquinaria propagandística goebbeliana.
El menosprecio llevó a la dirigencia opositora y a muchos antichavistas silvestres a negar también que ese liderazgo enraizado con las masas tuviera rango histórico y a considerar que la conexión era un truco publicitario.
La burguesía y las clases medias lo condenaron por su manera de expresar ideas que calificaban de ordinaria. Mientras más intentaban atacarlo por ese flanco, mayor era su arraigo. El lenguaje franco fue una de las claves de su enorme popularidad. «Oscar Schemel, director de la empresa encuestadora Hinterlaces, ha estudiado el fenómeno mediante sondeos de opinión y especialmente con la herramienta de los grupos de enfoque, y ha llegado a la conclusión de que la gente del pueblo, incluso la que no se identificaba plenamente con sus políticas, lo consideraba ‘un hombre bueno’, alguien que se parecía a ellos, pero de una manera genuina, no a través de una estrategia de mercadeo. Según Schemel existió una conexión emocional, amorosa, entre el líder y su pueblo», precisa la semblanza antes citada.
Para los sectores del supremacismo social, racial y académico, uno de los aspectos más difíciles de explicar fue la prédica constante del comandante a favor de la lectura y el análisis de la historia. Tal afán, que se expresó en políticas públicas educativas y editoriales, era incongruente con la tesis del dictadorzuelo inculto e ignorante que pretendían sostener.
José Vicente Rangel, uno de las personas que más lo conoció, afirmaba que “Hugo era un lector voraz y muy crítico. Todos sus libros estaban subrayados y llenos de notas. Y pese a todas las ocupaciones que trae consigo el poder, no dejó de leer ni un solo día. Es el Presidente que más se ha nutrido intelectualmente durante el ejercicio de sus funciones”.
La vigencia de Chávez
El hecho de que Chávez haya hablado tanto y con tanta intensidad durante sus veinte años de figuración pública (especialmente desde su arribo al poder, en 1999) ha permitido contar con un casi inagotable acervo ideológico y programático. Ese material ha sido faro en el neblinoso ambiente de los años que hemos transitado desde el fatídico 2013.
Prácticamente no hay una circunstancia de la política nacional e internacional que se haya presentado en estos tiempos sobre la cual no haya alertado u opinado el comandante.
Una de las fuentes primordiales ha sido el archivo de Aló Presidente, el programa que llegó a ser el eje de la política comunicacional de Chávez, manejada directamente por él y muchas veces al margen o en contradicción con las estrategias del aparato especializado de su propio gobierno.
Aló Presidente es, sigue siendo, un programa de actualidad casi diez años después de su última emisión. Una de las razones de esa vigencia residual es la densidad de su contenido. Chávez trataba los temas coyunturales, del momento, pero siempre con un componente de reflexión estructural, la relación de la cotidianidad con la política profunda. Por eso, los fragmentos de aquellos maratones dominicales son insumo para la discusión ideológica más actual.
La validez actual de ese programa, y de todo lo que expresó el líder entre 1999 y 2012, tiene mucho que ver con que los enemigos del proyecto político siguen siendo los mismos y su proceder no ha cambiado mucho. Los peligros que acechan a la Revolución hoy son casi iguales a los que él tuvo que capear.
Entre los mensajes icónicos de Chávez siguen resaltando los breves segundos de su declaración de febrero de 1992, la alocución del crucifijo, el 14 de abril de 2002, a su regreso a Miraflores y, desde luego, su conmovedora despedida del 8 de diciembre de 2012.
En esta última, dictó sin remilgos su testamento político, detalló cómo debía ser, en su concepto, la sucesión y advirtió acerca de los desmesurados peligros que estaban por desatarse.
Como material póstumo, los discursos y programas de Chávez han servido también para poner en evidencia las disidencias, las traiciones, los saltos de talanquera. Son unos cuantos los que aparecen en esos videos dando fe de su irreversible condición revolucionaria y ahora están del lado de las conspiraciones, los gobiernos peleles y las invasiones. Así, la palabra del comandante resuena como historia contemporánea, documentos testimoniales nada fáciles de borrar.
En las noches más oscuras de su ausencia, el relámpago que encandiló al país el 4 de febrero de 1992, volvió a alumbrar el camino. Hoy, cuando el país muestra una esperanzadora recuperación, la voz atronadora del líder sigue presente.
Ilustración: Edgar Guerrero