Si la historia no se reduce a un museo, las fechas y los aniversarios recuerdan la lucha de las clases oprimidas, que han construido o sufrido sus cursos y recursos. Si la historia no se reduce a la parodia, a celebrar momentos y figuras que interpretaron su significado anticipando saltos y rupturas; añade nuevas páginas al libro del futuro. Y se levantan nuevas banderas.
Si la historia de las revoluciones o de sus intentos no se entrega a los tribunales o a los especialistas en teorías conspiranoicas, como ocurre en la Europa «muy civilizada», los jóvenes pueden levantar nuevas banderas; incluso de las derrotas.
Es así cómo, en el centenario de la muerte de Lenin, podemos comprender, seguir y valorar el esfuerzo de recordar la historia, como maestra de lucha y de vida, que constantemente hace la revolución bolivariana, y antes aún la revolución cubana, insertada en el curso de las que la precedieron. Así podemos entender, cada año, el homenaje a un febrero marcado por revueltas, orgullo y victorias. Un homenaje no ritual, sino una guía para la acción, una advertencia para no olvidar los días 2, 4 y 27 de febrero.
El calendario de los años exigiría leerlos al revés, a partir de aquel 27 de febrero de 1989 en el que surgió, con el Caracazo, el primer grito del pueblo contra el neoliberalismo, que se había autoproclamado como único camino tras la caída del Muro de Berlín; una caída que anticipó el fin de 70 años de gran miedo vivido por la burguesía. Una fecha que germinó en la rebeldía cívico-militar del 4 de febrero de 1992, y reveló al mundo el hombre que cambiaría el destino de Venezuela, el entonces teniente coronel Hugo Chávez Frías.
El comandante que, una vez liberado de prisión, supo reunir todas las fuerzas sanas del país, y ganar las elecciones del 6 de diciembre de 1988. Un presidente elegido, no por Washington, sino por el entusiasmo popular que, según todas las encuestas, le confirmaría hoy aún más de ese 56,20% de los votos, obtenido entonces frente al 40% del candidato de la oligarquía, Henrique Salas.
El 2 de febrero de 1999 Chávez asumió el poder. Al recibir la banda presidencial de manos de Rafael Caldera, su antecesor; pronunció un breve discurso que pasó a la historia: “Juro delante de Dios, juro delante de la Patria, juro delante de mi pueblo sobre esta moribunda Constitución, que impulsaré las transformaciones democráticas necesarias para que la República nueva tenga una Carta Magna adecuada a los nuevos tiempos. ¡Lo Juro!”.
Ese mismo día se dispuso a cumplir la principal promesa de su campaña electoral, emitiendo el Decreto núm. 3, que llamó a un referéndum consultivo para que los votantes pudieran decidir sobre la necesidad de convocar una Asamblea Nacional Constituyente (ANC). Una decisión que debería tomarse por nuevas vías, sin pasar por una reforma de la Constitución, como preveía la Carta Magna de 1961 según los criterios de la democracia representativa. Por esta razón, ya durante el mes de enero, antes de asumir oficialmente la presidencia, el comandante había formado la Comisión Constituyente Presidencial, que tenía la tarea de orientar el camino hacia la nueva ANC, refundar la república y crear un nuevo marco jurídico.
¿Pero era legítimo convocar a un proceso constituyente sin haber reformado primero la «moribunda constitución» que no contemplaba el mecanismo? ¿Tendría la decisión popular más poder que el precedente establecido? El artículo 3 del referéndum consultivo preveía dos preguntas que debían responderse con un «sí» o un «no».
La primera decía: “¿Convoca usted una Asamblea Nacional Constituyente con el propósito de transformar el Estado y crear un nuevo ordenamiento jurídico que permita el funcionamiento efectivo de una Democracia Social y Participativa?” Y con la segunda se pedía: “¿Autoriza usted al presidente de la República para que mediante un Acto de Gobierno fije, oída la opinión de los sectores políticos, sociales y económicos, las bases del proceso comicial en el cual se elegirán los integrantes de la Asamblea Nacional Constituyente?”.
Los chavistas de primera generación recuerdan lo acalorada que fue la discusión, también sobre la interpretación que debía darse a dos sentencias de la Sala Político-Administrativa de la Corte Suprema de Justicia sobre el referéndum consultivo y su competencia, dictadas el 19 de enero de 1999. Al anunciar el estilo que siempre caracterizaría su política, el comandante utilizó aquella parte de la sentencia que celebraba la importancia de la soberanía popular en relación con el poder constituyente, e hizo estallar la fuerza colectiva en este conflicto político-institucional, que no podía terminar en una simple disputa jurídica: habría bastado ─dijo Chávez que el pueblo se manifestara a favor de la Asamblea Constituyente para convocarla. Y la Asamblea Nacional Constituyente habría tenido poderes plenipotenciarios superiores a los de todos los poderes existentes.
Fue aprobada por el 88% de los ciudadanos en el referéndum del 25 de abril de 1999, con el objetivo de redactar una nueva Carta Magna en 180 días. Sobre esa base, Chávez convocó a las elecciones para el 25 de julio de ese mismo año que elegirían a los diputados del nuevo parlamento. La Constitución fue ratificada mediante un segundo referéndum el 15 de diciembre de 1999, y en julio de 2000 se celebraron elecciones presidenciales y parlamentarias sobre la base de la nueva Carta Magna.
Tres escaños, de 131 parlamentarios, quedaron reservados para delegados indígenas, quienes también obtuvieron los votos para dos más. Chávez ya había rendido homenaje a los pueblos originarios en su discurso de investidura presidencial, recordando “el grito de los Caribes, el grito de los indios de nuestra raza que supieron defender con coraje y con valentía su dignidad: “ana karina rote, aunicon itoto paparoto mantoro itoto manto».
La redención de los desamparados por encima de la arrogancia imperialista. La marcha de los oprimidos sobre el palacio de los poderosos. En su memorable discurso de asunción, el comandante recordó el camino de Bolívar y anunció así otro gran eje de su política, basada en la integración latinoamericana y el antiimperialismo, claramente presente en cada uno de sus discursos y en cada evento organizado para acercar y multiplicar fuerzas a nivel internacional.
Con su voz firme proclamó: “nosotros, somos un pueblo de libertadores y ahora tenemos que demostrarlo de nuevo ante la historia y ante el mundo entero. Por eso digo que tenemos cómo cumplir la tarea, tenemos la fuerza que traemos de siglos; tenemos el coraje acumulado de muchos años; y ahora yo, consciente de esa fuerza que tienen ustedes, que tenemos los venezolanos, convoco a que todos apliquemos de vigor nuestra fuerza para salvar la Patria, para reconstruirla, para que nazca de verdad una democracia amplia y sólida; para que en Venezuela florezcan las luces y la moral. Como decía Simón Bolívar en Angostura: Moral y Luces son nuestras primeras necesidades. Moral y Luces son los polos de la República”.
Luego, recordando el juramento bolivariano del Samán de Güere, que repitió cuando era un joven oficial: «no daré descanso a mi brazo ni reposo a mi alma, hasta que veamos rotas las cadenas que oprimen a nuestro pueblo: las cadenas del hambre, las cadenas de la miseria”. Chávez prometió que, como presidente, asumiría ese compromiso como un soldado más: no para sí mismo, sino como instrumento de la historia; “empujado por un huracán, hermoso huracán, huracán que construirá una Venezuela nueva, y ese huracán no es otro que el pueblo de Venezuela. Así que yo desde hoy me convierto en instrumento de ustedes; yo apenas soy y cumpliré el mandato que ustedes me han dado” ─dijo─.
Al escuchar hoy nuevamente sus palabras, entendemos por qué, después de 25 años de obstáculos y ataques, que comenzaron inmediatamente después de aquel 2 de febrero, la revolución sigue en pie y ha producido una dirección colectiva decidida a seguir sus pasos, ahora encabezada por Nicolás Maduro. Y entendemos de dónde sacó fuerzas Nicolás para confiar el destino de la revolución y su propia vida en manos del poder originario, cuando, en 2017, apeló a una Asamblea Nacional Constituyente para restablecer la paz en el país.
Incluso entonces, como en 1999, hubo quienes intentaron enredar al pueblo en algún tecnicismo jurídico, que no era pertinente; pero como entonces se evaporaron, para luego empezar de nuevo a ladrar para seguir la voz del amo, siempre intentando doblegar las instituciones a sus intereses personales. Tirar la piedra y esconder la mano también fue el sello distintivo de la política en la Cuarta República, como sigue siendo en los países europeos, donde los Estados y parlamentos son comités de negocios de la burguesía internacional.
Y esta sigue siendo la figura de la ultraderecha venezolana que, además, presenta las mismas caras del golpismo de antes: tirar la piedra y esconder la mano, atacar a las instituciones para luego recurrir a ellas, y deslegitimarlas un momento después, corriendo para esconderse detrás del amo norteamericano. Y, por eso, el pueblo entendió plenamente el “por ahora” pronunciado por Chávez tras la derrota de la rebelión del 4 de febrero. Por ello, reconoció y retribuyó el sacrificio de aquellos jóvenes oficiales que siempre supieron asumir sus responsabilidades, anteponiendo los intereses colectivos a los individuales.
Cinco años después de la masacre del Caracazo, mientras el capitalismo anunciaba el «fin de las ideologías» y el fin de un horizonte de redención para las clases populares; en los cuarteles venezolanos comenzaba un nuevo movimiento revolucionario y patriótico, que Chávez organizaba «en torno a los sueños y a la utopía bolivariana”. Una visión que, como recordaba su hermano mayor, Adán, entonces ya formado en el marxismo, le había influido desde muy joven, estimulando su sensibilidad frente a las injusticias sociales, y llevándolo a escuchar las historias de las revolucionarias y revolucionarios, y a estudiar la Historia.
“La historia me absolverá”, dijo, parafraseando a Fidel. Y siempre cumplió con los conceptos expresados en su primer discurso como presidente, consciente de ser un instrumento de una gran historia. Al igual que Fidel, el comandante siempre recordó la importancia de haber leído, en secreto, siendo cadete, tanto el Libro Rojo de Mao como el Qué hacer de Lenin. Un libro, dijo, que le hubiera gustado regalarle a Obama.
En la Academia Militar reflexionó sobre lo que había pasado y estaba pasando en el continente latinoamericano: desde el golpe de Estado en Chile contra Allende, hasta los procesos de liberación nacional dirigidos por Juan Velasco Alvarado en Perú; y Omar Torrijos en Panamá. Por eso, junto con sus compañeros, combatió decididamente el intento de los medios de asimilarlos a los «gorilas» sudamericanos a sueldo de Washington. Y, por eso, desde aquel 4 de febrero ha construido una Fuerza Armada antiimperialista en unión cívico-militar, basada en una nueva Doctrina Militar y en el concepto de Defensa Integral de la Nación.
Si bien fue en 2004 cuando se decretó el carácter antiimperialista de la revolución bolivariana, como se desprende de su discurso del 2 de febrero y de todas las declaraciones que realizó con anterioridad, el comandante ya era un antiimperialista convencido desde su época en la Academia Militar. Y, en 1994, en la prisión de Yare, cuando redactó un primer borrador de la Declaración Programática del MBR200, escribió: “Contemplamos un mundo contradictorio, tripartito en la economía, unipolar en lo militar. ¿Hasta cuándo puede existir esta contradicción? Es difícil responder a esto, pero la imposibilidad de saberlo permite que la diversificación de contactos pueda frenar cualquier hipótesis. Hay algo que nos parece perentorio. Es la búsqueda de aliados populares en los países desarrollados del mundo. En todos ellos hay una izquierda en esencia ya, o en potencia, que simpatizará y ayudará a los movimientos insurgentes de América Latina…»
Sobre el 4 de febrero “todavía queda mucho que recordar y mucho que escribir”, dijo el capitán Diosdado Cabello al presentar, en la Filven 2023, el libro de entrevistas realizadas con José Vicente Rangel. No sólo anécdotas, sino lecciones que aprender y libros que escribir para que puedan formar a otras generaciones de revolucionarias y revolucionarios.