Siempre es un buen ejercicio periodístico hacer un recorrido por las plataformas que transmiten desinformación y que aceptan plenamente los dictados de Washington. En primera fila, replicando las indicaciones de sus amos de EUA, están «gusanos» y «escuálidos», es decir, la ultraderecha cubana y venezolana. Las oleadas de histeria con las que describen algunos acontecimientos importantes —ya sea el viaje a China del presidente venezolano, Nicolás Maduro, o las cumbres de los países del sur, como la que tiene lugar en Cuba, el G77+China—, dan la medida del terror que se apodera de las clases dominantes cada vez que la historia desenmascara sus verdaderos objetivos.
Sin embargo, al mismo tiempo, indican cuán peligroso es el enemigo que se enfrenta a las clases populares. Un peligro que está más lejos de disminuir cuanto más intentan las fuerzas alternativas trazar otro mapa. Doscientos años después de la Doctrina Monroe, el poder de atracción del «consenso de Washington» está visiblemente empañado en el continente latinoamericano.
Sin embargo, la fuerza militar e ideológica del modelo capitalista continúa afianzándose. Y esto sobre todo porque en los países del norte (donde se decide el coste del trabajo a nivel global y donde se deciden las «recetas» que se imponen a los países del sur), aún no se ha constituido una fuerza de las clases populares organizada y consciente, capaz de aprovechar la crisis plena de la democracia burguesa y de ejercer un poder de atracción superior, dado por la claridad de los proyectos y la relación con la historia de las revoluciones pasadas.
Así, en el tránsito de la noche al amanecer, surgen monstruos de viejo tipo con nuevas máscaras, expresadas de manera diferente en los países de América Latina o Europa, pero con la misma sustancia: desde el protofascismo de Milei en Argentina, hasta el neofascismo europeo. Este último, sin embargo, una vez que llega al gobierno suele ser domesticado por quienes mueven los hilos del dinero, es decir, las grandes instituciones internacionales, que imponen la dirección de las economías nacionales.
De hecho, lo que le ha allanado el camino a la derecha, a menudo ha sido la antigua izquierda que llegó a las costas que debería haber combatido, después de haber emprendido una «carrera hacia el centro», que se aceleró con la imposición del euro. Tomemos, por ejemplo, Italia. Para responder a los planes de ajuste estructural exigidos por las normas de la Unión Europea, en 2012, en medio del silencio ensordecedor de los poderosos medios de comunicación, el parlamento modificó, por mayoría absoluta, la constitución italiana, introduciendo el llamado «equilibrio presupuestario».
Esto exigía que las administraciones públicas, «en coherencia con las directivas de la Unión Europea», garantizaran el equilibrio presupuestario y la sostenibilidad de la deuda pública. En la práctica, se han impuesto recortes drásticos en el gasto público y se le ha dado estatus legal a la retórica sobre la ineficiencia del Estado, que debe darle paso a la supuesta eficiencia del sector privado y del mercado. El verdadero funcionamiento del «dios del mercado» quedó dramáticamente claro durante la epidemia de la COVID 19, cuando Italia, subordinada a sus reglas, estuvo durante mucho tiempo en los primeros puestos de la clasificación por número de víctimas y desastres sanitarios.
A los países del Sur, ricos en recursos estratégicos para una globalización capitalista impulsada por EUA, y a las grandes instituciones internacionales que se refieren a los EUA, ciertamente no les fue mejor. De hecho, recordaremos que la imposición del Consenso de Washington —término acuñado en 1989 por el economista inglés John Williamson—, decidido por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos, tres instituciones con sede en Washington; preveía un paquete de reformas estándar de diez puntos para los países en desarrollo, imponiendo una mayor presión neoliberal.
«Recomendaciones» que, quejándose como siempre del “proteccionismo y del intervencionismo excesivo del Estado”, así como de la incapacidad del gobierno para controlar el déficit público, desencadenarían, a través de liberalizaciones y privatizaciones, la «década perdida» de los años 1990. La «crisis asiática», que estalló en Tailandia a mediados de 1997 —segundo capítulo de la crisis sistémica del modelo basado en la globalización financiera, impuesto por Estados Unidos— provocará también efectos económicos en América Latina: el desplome de las bolsas de valores, la fuerte subida de los tipos de interés, el debilitamiento de las monedas regionales, y el deterioro del comercio exterior…
Las reestructuraciones productivas llevadas a cabo en muchos países asiáticos no han hecho más que reforzar las tecnocracias industriales exportadoras, mientras que en varios países latinoamericanos la deuda y los programas del FMI consolidaron tecnocracias financieras.
Ante el fracaso de esas medidas —no se logró crecimiento económico, aumentaron las desigualdades, la falta de progreso social y las violaciones de derechos humanos que se multiplicaron a medida que se reanudaron las protestas de las masas empobrecidas—, se retomó y reescribió el Consenso de Washington en el Consenso de Monterrey, un documento de 63 puntos aprobado por 50 Jefes de Estado y de Gobierno reunidos en Monterrey, México, en marzo de 2002 para la Conferencia Internacional de las Naciones Unidas sobre la Financiación para el Desarrollo.
Una agenda más pragmática para la globalización capitalista. Además de las cuestiones económicas, también se abordaron otros aspectos como la gobernabilidad, los derechos humanos o la corrupción, y el documento de Monterrey se convirtió en uno de los puntos de referencia en las políticas del FMI.
También se recordará que, en 2002, la oligarquía a sueldo de Washington organizó un golpe de Estado contra la revolución bolivariana liderada por Hugo Chávez, con el objetivo de mantener el modelo del FMI en Venezuela. El pueblo, sin embargo, hizo valer sus razones y la historia fue diferente. Con apoyo de Cuba, Chávez pudo allanar el camino para la inclusión de Venezuela en una red de alianzas internacionales, que progresivamente ha diseñado la posibilidad de un mundo multicéntrico y multipolar al margen del Consenso de Washington y también del de Monterrey.
Mientras tanto, la crisis financiera de 2008 demostró aún más la tendencia cíclica de la crisis sistémica del modelo capitalista y la imposibilidad de sostener la riqueza financiera sin el apoyo de la producción real. Y ahora, el conflicto en Ucrania muestra la evidente pérdida de hegemonía del “policía mundial” norteamericano, y un mundo dividido en dos: por un lado el bando occidental, en el que la OTAN pretende hacer de Europa su nuevo «patio trasero». Por el otro, la gran mayoría de 195 países del mundo que no respetan las «sanciones» contra Rusia.
Sólo este año, una sucesión de cumbres lo han demostrado, como la de África-Rusia o la de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), que abrieron las puertas a nuevos miembros. Para el intelectual español Ignacio Ramonet, estamos ante un proceso de «desoccidentalización de la política internacional» y el fin de la «globalización feliz».
Se puede enmarcar así el grito histérico de las oligarquías latinoamericanas y sus medios de comunicación cuando intentan desacreditar el valor del reciente viaje realizado por el presidente Maduro a China, donde fue recibido con todos los honores por su homólogo Xi Jinping. Con China, Maduro ha concluido importantes acuerdos bilaterales en los campos de economía, comercio, ciencia y tecnología, aviación civil y aeroespacial. China, el mayor importador de petróleo del mundo, es también el mayor comprador de crudo de Venezuela, que tiene las mayores reservas de petróleo certificadas del mundo.
Una relación bilateral importante, considerando el cerco impuesto al país bolivariano por medidas coercitivas unilaterales e ilegales, y que se ha visto fortalecida con esta última visita del presidente venezolano a China. Maduro ha expresado su intención de hermanar la provincia de Shandong (de más de 100 millones de habitantes) con los estados petroleros orientales venezolanos de Anzoátegui y Monagas, para desarrollar «el potencial petrolero, gasístico, industrial y agrícola» inherente a esta renovada relación.
Venezuela y China han firmado 30 acuerdos bilaterales. Entre ellos, un memorando de entendimiento para trabajar en el campo de la «cooperación, desarrollo y modernización de zonas económicas especiales, que garanticen la cadena productiva, la seguridad, la justicia social y los medios ecológicamente sostenibles entre los dos países», dijo Maduro, desatando la reacción furiosa de los medios internacionales, obligados a presenciar el triunfo de un país que no se rinde.
“Aquí en Venezuela, —comentó el vicepresidente del PSUV, Diosdado Cabello— hay sectores de la oposición felices de estar subordinados al imperialismo norteamericano y que quisieran entregar el país despedazado a sus amos del norte, como lo hicieron con la empresa Citgo y otros bienes y activos de la República». Bienes que Estados Unidos y la Unión Europea, reiterando el chantaje de las medidas coercitivas unilaterales e ilegales, pretenden mantener bajo incautación: para obligar a gobiernos «enemigos» como los de Venezuela y Cuba a abrir espacios para sus representantes.
Todas las cumbres recientes han puesto en el centro de la cuestión una fuerte denuncia del sistema de «sanciones». El mismo discurso fue adoptado en la cumbre del G77+China, que se desarrolla en Cuba, país que ostenta la presidencia pro témpore, prevista para un año. También por eso los medios hegemónicos la definieron como «una cumbre de dictaduras y autocracias». Los 134 países en desarrollo de Asia, África y América Central y del Sur que participan discutirán sobre «desafíos actuales del desarrollo: el papel de la ciencia, la tecnología y la innovación».
El progreso científico es hoy inaccesible para gran parte de la humanidad, afirmó el presidente cubano, Miguel Díaz Canel, cuyo país, pese al feroz bloqueo, ha logrado estar a la vanguardia de la investigación científica, gracias a un modelo diferente de desarrollo basado en el socialismo. Ideales que proporcionen beneficios para todas y todos y no patentes y miles de millones para unos pocos. Como presidente pro témpore, Díaz-Canel representó al G77+China en varios foros internacionales, incluida la cumbre América Latina-Unión Europea, que tuvo lugar en julio en Bruselas, y otras reuniones de alto nivel en las que los países del sur discutieron cómo impulsar un nuevo paradigma financiero a nivel internacional.
Una indicación elaborada en las cumbres del Movimiento de Países no Alineados (Mnoal), del que forman parte la mayoría de los países que integran el G77+China, y que ha sido concretada en la reciente cumbre de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), que abrió las puertas a seis nuevos miembros, incluidos los pertenecientes al G77+China, y al que Venezuela también pidió sumarse.
La presencia de China, que envió una delegación de alto nivel a La Habana, con los años se ha vuelto habitual junto al grupo G77, fundado en 1964, y que tiene entre los puntos de su histórico programa la petición de que los Estados ricos cedan el 0,75%. de su PIB a un fondo para ayudar a las economías de los países en desarrollo.
En esta ocasión, el propósito, anunciado en rueda de prensa por el ministro cubano de Relaciones Exteriores, Bruno Rodríguez, es elaborar una declaración “basada en el derecho al desarrollo dentro de un orden internacional cada vez más excluyente, injusto y predatorio”. Para dar sustancia a sus palabras, se vio destacada la presencia de países del continente africano, que están organizando una segunda fase de la independencia y de la recuperación panafricanista; hoy inspirada en el socialismo del siglo XXI.