Los neofascismos contemporáneos logran un nivel de articulación internacional que jamás poseyeron sus predecesores
Por: Atilio A. Borón
El fascismo reapareció con fuerza en el marco del capitalismo contemporáneo, muy especialmente en el Occidente colectivo. Tal como, oportunamente, lo expuso Carlos Figueroa Ibarra: en su reencarnación actual exhibe significativas diferencias con el fascismo clásico. No obstante, comparte aspectos ideológicos con el neofascismo, el desprecio por la democracia y el universo popular, hace gala de un ferviente anticomunismo, especialmente, en Latinoamérica y el Caribe, mientras que en Europa aquellas fuerzas manifiestan además una patológica rusofobia y un odio visceral contra el mundo árabe y, por extensión, todo lo relacionado con el Islam al cual, groseramente, asimilan con el primero. El racismo, profundamente arraigado en nuestros países dada nuestra prolongada historia colonial, adquirió renovada virulencia en las derechas. En el caso europeo, trata de una constante en un continente que lleva siglos de guerras entre los diferentes pueblos y las naciones que lo habitan. La sola idea de una Europa multicultural y religiosa es absolutamente inaceptable para grandes segmentos de su población. Lo más visible es el rechazo de la migración del Magreb o de personas cuya identidad religiosa sea el Islam, asunto que debe considerarse en las manifestaciones y los disturbios recientes en el Reino Unido y antes en Francia. Pero tampoco son asimilados como “europeos puros” a los ucranianos y rusos, al menos para las vertientes más radicales de la derecha. Racismo y xenofobia van de la mano, como en el fascismo clásico, pero ahora se agregan la demofobia y la aporofobia, el odio y el temor al pueblo y a los pobres. A lo anterior se agrega la homofobia y la misoginia, sintetizados en lo que en la derecha latinoamericana se conoce como “la ideología de género.” Y, un rasgo en el cual lúgubremente sobresale el presidente argentino Javier Milei, una incondicional exaltación del sionismo y del Estado de Israel, revirtiendo el criminal antisemitismo de sus ancestros europeos, sobre todo alemanes.
Un componente adicional muy vinculado a esta nueva reconfiguración del fascismo es la expansión que tiene en Latinoamérica y el Caribe el neopentecostalismo, las iglesias evangélicas. Constituyen en algunos países centroamericanos la mayoría de la feligresía; en Brasil, aproximadamente, un tercio y en la Argentina una cifra que se estima cercana al veinte por ciento. La vinculación entre el talante conservador y reaccionario por momentos del neopentecostalismo y la derecha radical va mucho más allá que una simple “afinidad de sentido”, como diría Max Weber. En los hechos, en el caso de Brasil, la médula organizativa fundamental del bolsonarismo es la extensa red de templos evangélicos que cubren todo el territorio nacional. No es casual que tanto en Europa como en Brasil el eslogan Dios, Patria y Familia sea la divisa que sintetiza los rasgos actuales del neofascismo: fanatismo religioso, nacionalismo reaccionario, racismo, aversión a la creciente multiplicidad de identidades sexuales, defensa conservadora de las instituciones existentes, señala una vez más Ibarra.
Aparte de las similitudes, con sus innegables acotaciones regionales y epocales, hay una diferencia insoslayable entre los neofascismos contemporáneos y el fascismo clásico. Si este último era fuertemente estatista, aquellos combinan una síntesis altamente volátil e inestable, el reaccionarismo tradicional con las formas más radicales del neoliberalismo sobre todo el anarcocapitalismo de Murray Rothbard o el gélido ataque al Estado de Friedrich von Hayek. Por lo tanto, el orden consiste en reducir el gasto público, aplicar ajuste fiscal, privatizar, desregular, atacar a los sindicatos, llevar adelante contrarreformas laborales y previsionales y, en lo internacional, entablar alianza incondicional con Estados Unidos, EE.UU., y ahora, el menos en Argentina, con Israel.
Además, hay otro rasgo novedoso e importante. Los neofascismos contemporáneos logran un nivel de articulación internacional que jamás poseyeron sus predecesores. Los gobiernos fascistas de Alemania e Italia pudieron coordinar algunas iniciativas y sellaron una alianza militar, pero nunca hubo de parte de ellos, ni de algunos de sus aliados informales (el franquismo en España, Acción Francesa en Francia, el salazarismo en Portugal), una institución que coordinara su estrategia frente a las naciones dominantes en el sistema internacional. En más de un sentido podría decirse que se trataba de iniciativas fuertemente enclaustradas en un marco nacional. El neofascismo, en cambio, muestra una significativa diferencia en ese aspecto, y sus esfuerzos organizativos son producto de una decisión consciente tomada al más alto nivel de varios gobiernos, principalmente el de EE.UU. No es casual que fuera Steve Bannon, el exasesor de Donald Trump, quien organizara El Movimiento, o la Internacional de la Nueva Derecha, con sede en Bruselas. Su objetivo, explícitamente planteado, residió en crear, financiar y coordinar grupos de extrema derecha en todo el mundo, con el fin de realizar una revolución populista de alcance global que haga realidad el imposible sueño de un «capitalismo de inclusión total», verdadero oxímoron que, sin embargo, recoge una opinión ampliamente difundida sobre todo en los capitalismos metropolitanos. Afirmó que El Movimiento es proteccionista y nacionalista —recuérdese el America First de Trump— por contraposición a la globalización; propicia el cierre de las fronteras ante las migraciones; combate el marxismo cultural, la ideología de género, los derechos LGBT, la legalización del aborto, y denuncia las políticas para combatir el cambio climático como una tapadera para ahogar la dinámica creadora de los mercados. Lo grave de todo esto es que esta internacional neofascista no sólo dispone de intentes recursos financieros sino que cuenta con el apoyo de una fracción muy importante de la gran burguesía imperial, con toda su parafernalia de medios de comunicación, redes sociales, granjas de bots, sistemas judiciales cooptados para su causa y la defección de importantes sectores del progresismo cada vez más atraídos por la retórica encendida de los neofascistas y su capacidad de captar y canalizar, a su favor, el malhumor popular creado por largas décadas de hegemonía neoliberal con sus secuelas de empobrecimiento y creciente desigualdad económicosocial.