¿Una segunda ola progresista para América Latina? ¿Y sobre qué bases, fuerzas, contenidos, enemigos y aliados? La victoria de Gustavo Petro, en Colombia, ha reavivado el debate. Que el socialismo bolivariano ha sido y sigue siendo el estímulo para la permanencia o la reanudación de los procesos de cambio en América Latina, lo demuestran los hechos. El primer dato es que en Venezuela ha habido gobiernos que llevan casi 24 años clamando por el socialismo. Es así desde que, el 6 de diciembre de 1998, Hugo Chávez ganó las elecciones presidenciales, encabezando una coalición formada por sectores de pueblo humilde, nacionalistas progresistas, militantes de centroizquierda o extrema izquierda y exguerrilleros que habían combatido con las armas las «democracias disfrazadas» de la IV República.
La primera evolución de ese bloque social «plebeyo», determinado a conseguir una nueva hegemonía combinando 500 años de lucha anticolonial con una segunda independencia basada en los principios del socialismo, pero que no fuera «ni calco ni copia», tuvo lugar tras el golpe contra Chávez en 2002, y tras el largo paro petrolero que siguió al regreso del Comandante al gobierno. Los elementos del socialismo se hicieron más marcados. Los antecedentes estaban en el proceso constituyente, aprobado tras una amplia discusión en el país, en 1999.
Tres son las principales e innovadoras herramientas en las que se basa el “laboratorio” bolivariano: el poder popular, o mejor dicho, la democracia “participativa y protagónica”, que moviliza permanentemente al pueblo organizado y consciente sobre la base del principio de la corresponsabilidad, y que apuesta a debilitar desde dentro al Estado burgués mediante la construcción de nuevos mecanismos de democracia directa; la unión cívico-militar, que forma permanentemente un «ejército del pueblo» para la democracia participativa y protagónica; y la integración latinoamericana, que renueva el antiimperialismo de Bolívar en el siglo pasado, basado en el concepto de «paz con justicia social».
Un modelo que, fiel al principio de Simón Rodríguez (el maestro de Bolívar), «o inventamos o erramos», persistió incluso después de la desaparición física de Chávez, el 5 de marzo de 2013, cuando el imperialismo desató un ataque multiforme de rara terquedad. Es bien sabido que el Comandante fue discípulo de Fidel desde su formación marxista en la academia militar, cuando leyó a escondidas el Librito Rojo de Mao. Se refleja en algunos libros, como el de Ignacio Ramonet, Hugo Chávez, mi primera vida. Y esto ha dejado huellas imborrables en la conjunción establecida con la memoria histórica de las revoluciones del siglo XX, relanzadas en el presente por el socialismo bolivariano.
Mantener vivo el espíritu revolucionario, combinando dialécticamente el conflicto y el consenso en el proyecto de transición al socialismo, a pesar de haber ido al gobierno con los votos y no al poder con las armas, parece ser la figura principal de esa “educación”. Quienes hablan hoy de «gobierno autoritario» en Venezuela, porque las últimas elecciones no fueron «reconocidas» por los países capitalistas occidentales, deben considerar que en ningún país socialista las fuerzas adversas han mantenido tanta oportunidad de organizarse políticamente en todas las formas posibles, continuando además para manifestar su subversivismo golpista.
La fuerza simbólica del socialismo bolivariano indica otra salida posible para aquellas formaciones que triunfan en contextos difíciles y postsiglo XX, presionados por las potencias fuertes que les exigen “análisis de sangre” política y toma de distancia de ese espíritu revolucionario, estigmatizados como «terrorismo» o «totalitarismo».
Lo hemos visto en todas las elecciones que se han dado en el continente, desde Honduras, a Perú, hasta Colombia. Un mecanismo que, tras la caída de la Unión Soviética, se ha extendido a todas las latitudes, convirtiéndose en norma e incluso en ley; (véanse las resoluciones adoptadas por el Parlamento Europeo para equiparar nazismo y comunismo). Si tomamos como referencia el análisis del marxista boliviano Álvaro García Linera, ex vicepresidente en los gobiernos de Evo Morales, estamos en presencia de una segunda ola progresista. La primera se puede ubicar entre 1999 y 2014, y se caracterizó por el triunfo de la revolución bolivariana y luego de las alianzas que llevaron a gobiernos de izquierda en Argentina, Brasil, Uruguay, Ecuador, Bolivia y el retorno del sandinismo en Nicaragua.
Alianzas que habían explotado en gran medida varios ciclos de luchas populares contra el neoliberalismo y la privatización de los recursos. Las alianzas evolucionaron luego con la adopción de reformas estructurales, o implosionaron ante nuevas demandas de cambio, desgastadas o debilitadas por el ejercicio de gobierno y por el débil equilibrio de poder, trastornado por la acción de las fuerzas conservadoras.
También en este contexto emerge la visión de futuro de la dirección política del proceso bolivariano en Venezuela, fuertemente relacionado con la revolución cubana, aunque con características propias, e inspirado también en la revolución del pueblo chino. En 2007, luego de un año de discusión con fuerzas políticas aliadas y organizaciones populares, se conformó el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), el más grande de América Latina, proyectado como un partido de cuadros y de movimiento, en permanente dialéctica entre mediaciones del Estado e instancias de autogobierno.
También es fundamental la construcción de la unión cívico-militar, es decir la conformación de un «ejército del pueblo» bolivariano, que involucre a militantes en la defensa «integral» del territorio sobre la base del principio constitucional de “corresponsabilidad y democracia participativa y protagónica”.
Dos elementos que han permitido derrotar los repetidos intentos de la derecha golpista, a sueldo del imperialismo, y afrontar el presente innovando, pero sin perder las raíces. Fortalezas que hasta hora han evitado las sirenas de la “carrera hacia el centro”, que desde las políticas europeas se proyectan en el continente latinoamericano, centrándose en la alquimia institucional y no en la organización popular para llevar a cabo proyectos de reforma estructural.
El gobierno de Nicolás Maduro dio paso a la reflexión al organizar junto a Cuba varios congresos temáticos internacionales, uno de los cuales tuvo como centro la cuestión del “bloque histórico”, la hegemonía, el conflicto, las alianzas y los “ciclos” históricos; desde el punto de vista leninista y gramsciano. Este año, la Cumbre Internacional Contra el Fascismo analizó en esa misma clave y en el contexto global del choque entre un modelo imperialista unipolar y una visión multicéntrica y multipolar, el retorno de la extrema derecha, la contraofensiva de las fuerzas conservadoras, que utilizan el conflicto en Ucrania, y el malestar de las clases populares en los países capitalistas europeos.
Linera sitúa la contraofensiva conservadora entre 2014 y 2019, refiriéndose a la victoria del macrismo en Argentina, al juicio político contra Dilma Rousseff en Brasil, a la victoria del No en el referéndum para la reelección de Morales en Bolivia, y la del No en la ratificación de los acuerdos de paz en Colombia, a la traición de Moreno en Ecuador, y luego el golpe de estado en Bolivia. En enero de 2019, en Venezuela, se produjo la autoproclamación de Juan Guaidó, que llegó tras un crescendo de ataques e intentos de invasión militar, incluido el magnicidio en grado de frustración, el 8 de agosto de 2018.
El ataque multiforme a Venezuela y su expulsión de algunos organismos internacionales decisivos como el MERCOSUR, ha favorecido la progresiva erosión de la integración latinoamericana construida por Fidel y Chávez, mostrando también grietas y debilidades, determinadas por las distintas modulaciones de las políticas gubernamentales.
¿Cómo toma forma ahora lo que Linera llama la «segunda ola progresista» en América Latina? Sin duda, es necesario considerar la victoria de Manuel López Obrador como presidente de México en diciembre de 2018, y quien tuvo como uno de sus primeros actos el retiro de la farsa de la autoproclamación de Guaidó, y en consecuencia; luego, el apoyo a los perseguidos por Añez en Bolivia. El regreso del kirchnerismo en Argentina, en octubre de 2019, también traerá de vuelta el progresismo en otro gran país latinoamericano. Posteriormente se sumarán Perú, Chile y Colombia.
Pero, ¿con qué características y qué propósitos comunes? Mientras tanto, la ola conservadora, que se ha enfrentado a fuerzas progresistas o socialistas con diferentes resultados, ha dejado su huella a nivel de la política nacional e internacional, haciendo menos identificable ideológicamente el perfil y las opciones de los nuevos gobiernos. El principal ejemplo es Argentina, aplastada bajo el peso de los lazos con el Fondo Monetario Internacional, apretados por Macri, y que están llevando a más del 40% de la población bajo el umbral de la pobreza.
La Argentina de Alberto Fernández, que también ocupa la presidencia pro tempore de la CELAC y la UNASUR, se mueve entre la moderación y la ambigüedad, tanto en lo que se refiere al conflicto de Ucrania como a la posición frente a lo que Washington considera «el eje del mal» (Cuba, Venezuela, Nicaragua), tanto por la actitud hacia Estados Unidos como hacia Europa. Sirve como ejemplo el secuestro del avión venezolano, con toda la tripulación, incautado en Buenos Aires por orden de Estados Unidos y con la complicidad de un juez alineado contra el gobierno de Maduro. Un nuevo acto de piratería internacional contra Venezuela.
El ritmo de la integración latinoamericana es muy diferente de antes. El mexicano Obrador, quien representó una barrera contra la expansión de las políticas neocoloniales, de hecho habla más de «integración americana» que de Nuestra América, y se refiere a la Unión Europea como un posible modelo para la integración del continente.
La presencia de bases militares estadounidenses y su condicionamiento a la economía local, sigue siendo el gran punto álgido; incluso para países como Honduras, de Xiomara Castro, o la Colombia de Gustavo Petro y Francia Márquez. Por no hablar del Perú del maestro Castillo; donde la ausencia de un partido capaz de hacer pesar a las fuerzas populares en el enfrentamiento en curso con la oligarquía local, hace que el presidente que tantas expectativas despertó, sea ahora objeto de un tercer intento de destitución. El Chile de Gabriel Boric, próximo al referéndum sobre el nuevo texto constitucional; también avanza a paso moderado, atento a distanciarse del socialismo del siglo XXI y del marco abierto por la Asamblea Nacional Constituyente en Venezuela. La «nueva ola progresista» promete ser mucho más suave y moderada.
La ausencia de Venezuela, Cuba y Nicaragua de la toma de posesión de Petro en Colombia, impuesta por el ex-presidente Ivan Duque, ha debilitado el gesto simbólico del nuevo mandatario de exponer la espada de Bolívar contra la voluntad de Duque: la espada del Libertador, que inspira la «segunda independencia» de Venezuela y del continente, y frente a la cual el rey de España permaneció sentado. La espada que el grupo guerrillero del que Petro formaba parte, el M-19, había sustraído en 1971, prometiendo devolverla al pueblo cuando se le devolvería su libertad.
La reanudación de las relaciones con Maduro, dijo Petro, necesita más tiempo. Pero, mientras tanto, los dos gobiernos han restablecido las relaciones diplomáticas mediante el envío de los embajadores. Mientras tanto, la empresa Monómeros, estacionada en Colombia, robada ilegalmente a la República Bolivariana por la banda de Guaidó, será devuelta a su legítimo dueño: el pueblo venezolano. “Guaidó es una sombra que no controla nada en Venezuela”, declaró ahora Petro frente a la protesta del autoproclamado, retomando la metáfora de la caverna de Platón.
Los componentes más radicales que conforman el Pacto Histórico, la coalición de Petro con la que ganó las elecciones, y que está representada principalmente por la vicepresidenta Francia Márquez, feminista afrocolombiana, presionan para darle una nueva cara al país y a la integración latinoamericana.
Gloria Inés Ramírez Ríos, nueva ministra de Trabajo, sindicalista y militante del Partido Comunista de Colombia, es vicepresidenta para América Latina y el Caribe de FDIM; la Federación Democrática Internacional de Mujeres. El 25 de abril, la FDIM organizó su XVII Congreso Internacional en Venezuela. El juego es difícil, pero la última palabra la tiene el pueblo.